Paola Barragán Vargas
Si hace tres años me hubieran dicho que mi rutina diaria iba a ser levantarme, salir a correr algunos días, desayunar algo nutritivo, revisar el agua de cada una de mis plantas, alimentar mi masa madre y todo antes de ir a trabajar, hubiera exclamado: ¡Qué horror, me convertí en una señora!
La primera vez que a una mujer le dicen señora en público queda marcada para siempre: en mi caso tenía unos 26 años e iba en la ruta 62 camino a casa, después de un día de trabajo. De pie, apretada entre tantas otras personas que regresaban también, logré empujarme al fondo del autobús para tener “más espacio” (entre comillas porque, como bien sabemos, a la hora pico nunca hay espacio suficiente en el transporte público). Ahí iban sentadas unas niñas de unos 12 o 13 años con uniforme de escuela, riéndose de algún chiste. Al verme, una de ellas se levantó cediéndome amablemente su lugar con un: “Siéntese, señora”. Fue tanto mi terror que no acepté el asiento fingiendo que ya casi era mi parada y me aguanté las ganas de llorar hasta llegar a mi casa. Hasta ese momento, nunca me había considerado ya en ese renglón de la división social.
Casi siempre que alguien me dice «ya eres toda una señora», va por ahí escondido un tono entre despectivo o condescendiente, el mismo tono que alguna vez utilicé para referirme yo a quien empezaba a formar parte de esta transformación.
Ahora que lo veo desde el otro lado, puedo darme cuenta de que no es ni remotamente malo, como me lo esperaba. La forma en que tenemos interiorizado el rol de “las señoras”, como tienen que ser y actuar, así como nuestro miedo irracional a dejar de ser jóvenes y atractivas, al menos en mi caso fue llenando la olla del sentimiento viscoso y amargo que acompañaba la acción de reconocerme señora.
Nombrarme señora también implicaba colocarme en el mismo escalón del que forman parte mi mamá y mis abuelas, entendiendo por primera vez muchas actitudes que tuve cuando no comprendía el espacio que necesitaban, los sufrimientos escondidos y su forma de ir navegando la vida bajo un sistema que nos va orillando a tomar ese rol de cuidadora y responsable de todos, independientemente de las actividades propias (ya sean profesionales, personales o recreativas), si es que llegara a existir, de pura chiripa, un pedacito de tiempo libre.
Si bien por elección comparto mi vida con una pareja estable, legalmente no estoy casada ni soy madre, aun así mi Yo Joven me tildaría de señora de la misma manera en que algunas amistades lo hacen al escuchar las actividades que realizo, que (sin afán de sonar redundante) no tienen nada de extraordinario más que el procurarme a mí, a mi pareja, a mi espacio, a mi contexto y a mi familia. Desde pequeñas nos empiezan a bombardear con ideas de que nuestro destino es convertirnos en esa mujer que deja de ser ella misma para preocuparse por los demás.
He aprovechado estos días de encierro y pandemia par repensar conceptos y espacios, tratando de encontrar sentido a todo lo que sucede a mi alrededor. Durante estos tiempos de reflexión viene a mi mente un recuerdo en particular con mi mamá que no deja de resonar en mí desde que sucedió y cada tanto vuelve y vuelve porque me dejó helada desde el momento en que lo escuché:
“Cuando te vuelves mamá dejas de ser (inserte nombre aquí) y pasas a ser la mamá de, a veces ni siquiera conozco el nombre de las mamás de tus amigas y amigos, las conozco como la mamá de Fulanita y Perenganito”.
Después de ese día, y mientras más avanza la vida, el amor y admiración por mi mamá no deja de crecer porque ahora entiendo todo lo que dejó de ser y hacer por darnos a mí y a mis hermanos hasta lo imposible.
Este recuerdo tiene probablemente unos 15 años, pero resonó tan fuerte en mí que le atribuyo a ese sentimiento de pérdida de identidad, gran parte del terror que me provocaba pensarme señora. No quería dejar de ser yo, no quería dejar de ser Paola.
Ahora, algunos años después y tras varios esfuerzos por repensar(me) y replantear(me), ya no lo veo como un insulto sino como una reafirmación de que estoy aprendiendo a quererme, a procurarme, a cuidar mi entorno, y que no depende únicamente de mí. Que también estoy para recibir cuidados y compartirlos. Estoy entendiendo también que tenemos que resignificar todas las actividades que involucran el cuidar porque todas y todos tenemos que formar parte de esta transformación, considerando que la revolución debe ser compartida sin importar edad, género ni creencias.
Y si las señoras son quienes cuidan y se preocupan por ellas mismas, por los demás y lo que las rodea, me atrevo a concluir que TODOS deberíamos ser señoras.
LA AUTORA