Momo le ladra a todo

Adriana Rodríguez Ruiz

A veces Momo me despierta de madrugada. Me asusta. Quien lo ve con su cuerpo de pluma blanca, su ligereza de ratón de campo y sus ojos de almendra dulce, no se imagina que Momo es capaz de emitir los ladridos más agudos y estridentes de todo el barrio. Así, tan chiquito, Momo ha asumido la tarea de cuidador. Momo el valiente. La fierecilla indomable nos protege las veinticuatro horas del día, dentro y fuera de casa. Ahora más dentro que fuera. Cuando paseamos, sus orejas de trapo se alzan al menor indicio de sonido. Todas las personas son sospechosas. Cualquier lugar puede albergar el peligro. Por eso observa atento a las copas de los árboles, vigila el camino de transeúntes y le advierte a quien según su criterio encarna el mal, que es un contrincante osado y temerario, que nadie se atreva a acercarse a su manada. No hay amenaza, humana o no humana, a la que Momo huya.

Dentro, Momo ladra a los ruidos de la calle a través de la ventana. Apenas sale el sol, la bestiecita esponjosa corre veloz con sus patitas cortas y brinca al respaldo del sillón. Embarra de saliva los cristales, como orgullosa marca de su incansable labor. No para nunca. Le ladra a todo. A la vecina. Al cartero. A ciclistas. Al muchacho de Rappi. A las infancias que juegan afuera de la casa. A las viejitas y viejitos que pasan dos o tres veces, con su paso lento, lentísimo y los ladridos de Momo in crescendo. Imagino que les grita: “¿Qué haces aquí? ¡Ésta es mi casa! ¡Ésta es mi familia! ¿Pero quién te crees que eres? ¡Te advierto que soy muy, pero muy peligroso! ¡Anda, sigue tu camino y no vuelvas!”.

Momo le ladra a otras especies también. Ladra a los perros y a los gatos. Al canto de algunas aves. No estoy segura si ha ladrado a las moscas y a otros insectos. Pero también le ladra a las cosas. A las carretillas. A los canceles sin aceitar. A las motocicletas. A los camiones del agua. A los timbres de las casas cercanas. Ladra de noche y de día. A la hora en que mamá lee y a la hora en que papá escribe. A la hora en que tomamos la siesta también. Ladra cuando comemos y cuando vemos Netflix.  Cuando lavamos la ropa o barremos. Cuando pensamos en cosas realmente profundas y cuando no. Verdaderamente, Momo le ladra a todo, todo el tiempo. Digamos que ha instaurado la democratización del ladrido. No discrimina a nada ni nadie y ésa ha sido una de sus estrategias en el plan de seguridad de este hogar.

Me enternece su misión por cuidarnos. A veces no es fácil tolerarlo, lo admito.  El confinamiento no lo hace más sencillo. Sobre todo, porque reconozco la mayoría de los sonidos de la calle y sé que no hay riesgo alguno. Pero a veces, solo a veces, me imagino qué pasaría si de verdad corriéramos peligro y nuestra vida (la de la manada) dependiera del resguardo en silencio. Aparecen entonces narrativas apocalípticas protagonizadas por zombies hambrientos de tripas, robots humanoides con aspiraciones de dominación, malévolos extraterrestres invasores o, para no irnos tan lejos, guerras entre sapiens sapiens por razones políticas, religiosas o económicas. Me aterra pensar que el hogar que hemos construido no es un lugar seguro para nuestra familia. Me aterra saber que hay cosas fuera de mi control que pueden dañarnos. Que somos frágiles e indefensos. Que en mi cuerpo, finito y transitorio, contengo un amor inagotable pero insuficiente para protegerles.

Me acuerdo del cuento Zulu, de Naief Yehya y me estremezco aún más. El mundo que hemos levantado es terrible y autodestructivo. Muchos de los valores sobre los que hemos fundado nuestras comunidades son corruptibles, débiles y avaros. Sé que Momo ladra en nombre del amor. Pero la clase de cosas que nosotros, humanos, hacemos en nombre del poder son espeluznantes. Zulu es un rottweiler que vive encerrado con su dueño. No queda claro en dónde viven, solo se sabe que las calles están tomadas por el fundamentalismo religioso. En los ojos de creyentes, los perros son bestias impuras, los perros negros sobre todo. Entonces los matan en nombre de Dios. El cuento narra la insoportable tensión de quien ama a Zulu y roza la amenazante cercanía de ser asesinado junto a su perro.

Pienso en la pandemia y en los estigmas del miedo. Pienso en las agresiones al personal de salud, a turistas, a animales no humanos, a la otredad. Basta con nombrarles como seres impuros que atentan contra nuestra integridad para que la ficción que surge del miedo sea efectiva y letal. Y la forma en que están construidos nuestros sistemas de poder los hace intrínsecamente violentos, impunes. ¿Cómo cuidar en un mundo así? Dejo de imaginar esas narrativas del fin del mundo y temo a mi especie, que ya está aquí, nociva y arrogante. Entonces admiro mucho a Momo. Me asombra su intrepidez al ladrar y su arrojo por protegernos de absolutamente todo. Quisiera decirle que, a mi manera, yo también lo cuido. Es mi Zulu. Que aunque el mundo muchas veces sea un sitio atroz, los lugares que hacen él, sus hermanos, mi pareja, mi familia y mis amigas, siempre serán espacios por defender, así, con bravura, con determinación, con un montón de amor, colmillos y garras como lo hace su especie.

 


LA AUTORA

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Adriana Rodríguez Ruiz. Aguascalientes, 1990. Es herbívora, púrpura y vive con muchos peludos, uno humano y los demás caninos. Le gusta más leer que escribir.

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