Gemma Leyva Machiche
Catalina es el nombre de mi madre, heredó el nombre de mi abuela. Siempre he pensado que con él, heredó también las responsabilidades. Y a pesar de que su nombre no le agrada, a mí me parece bellísimo. El santoral que le correspondía por su fecha de nacimiento era Perfecta, que bien podría ser un sinónimo del significado de su nombre: mujer inmaculada.
No me sobrevive el primer recuerdo que tuve de ella. Lo que sé es que siempre ha estado presente. Mi familia ha atravesado algunas mudanzas, derivadas del trabajo de mi padre: dejamos Hermosillo cuando yo tenía tres años, vivimos dos años en Acapulco, cinco años más en Cuernavaca y finalmente nos establecimos en Querétaro desde hace 17 años. Cuando eres pequeña jamás terminas de comprender las mudanzas (tal vez siendo adulta tampoco), sólo sabes que vas a empezar de nuevo, hacer nuevas amistades, entrar a una nueva escuela, vivir en una nueva casa. Pero todas estas nuevas casas siempre se han sentido como un hogar y todo se lo debo a mi madre.
Cuando mis hermanos y yo cursamos primaria y secundaria, lo primero que hacíamos al iniciar las vacaciones de verano, era huir a Hermosillo, dos meses enteros. Mi mamá dejaba preparadas las listas de útiles, uniformes y libros para el siguiente curso para poder regresar un día antes de que iniciara el ciclo escolar. Siendo niña jamás cuestioné esta situación, pero al crecer comprendí que esos dos meses eran los únicos en el año en los que mi mamá tenía a su familia cerca. Los únicos en los que podía abrazar a su madre, a su padre, a sus hermanos y hermanas, y a todas aquellas personas que alguna vez tuvo en su vida diaria. Pensar en la valentía que tuvo al dejarlo todo por seguir a mi padre y buscarnos una mejor vida me llena los ojos de lágrimas. No sé si algún día lograré encontrar la forma de pagarle por todo lo que ha hecho.
Su profesión es la enfermería, pero su dedicación ha sido el hogar y su familia. Toda persona que la conoce sabe que con ella no le hará falta ni una cura, ni un plato de comida caliente, ni un chiste, ni un abrazo. Al ser su única hija, las expectativas siempre han existido: tienes que estar a la altura de tu madre. Cocinar, limpiar, cuidar, curar como ella. Hasta hace algunos años me daba pavor pensar que tenía que ser así. Hasta que me puse a reflexionar sobre mi nombre. Cuando yo nací, contrario a las tradiciones y a la opinión de su madre, decidió no heredarme su nombre. A veces pienso que en ese momento se deshizo de las cargas impuestas por la sociedad. Tal vez fue su forma de liberarme. Tal vez fue su forma de decirme que yo podía hacer las cosas de forma diferente. Y sí, la maternidad y el matrimonio no son mi camino, sin embargo, los momentos más felices a su lado han sido en la cocina: aprendiendo una nueva receta, decorando pasteles, recibiendo un regaño por no hacer las cosas a su manera y las largas sobremesas llenas de risas. Sus enseñanzas sobre hogar y cuidados me acompañarán una eternidad. Tampoco sé cómo pagarle por esto. Pero este texto puede ser el comienzo.
Mi madre no es su aclamada cochinita pibil, ni sus recomendaciones para desmanchar ropa blanca, ni sus remedios para el dolor de estómago. Mi madre es la mujer que más admiro por su fortaleza, determinación, gentileza y cariño. Y no, aunque su nombre lo indique, no es perfecta. Pero si aspirara a la perfección, mi aspiración sería ella.
GEMMA LEYVA MACHICHE Sonorense que perdió su acento entre mudanzas. Arquitecta apasionada. Curiosa por las diversas formas de expresión artística. Escribe para conversar consigo misma.