Alejandra Hernández Vidal
Me lastimé el 30 de septiembre de 2019, cuando el metro frenó inesperadamente, las mujeres que iban a bajar en Chabacano a las ocho de la mañana se vinieron sobre mí y mi rodilla se salió de su lugar. Ahí inició mi confinamiento.
Sentía culpa por ser cuidada, sentía las atenciones como un favor no merecido. No recuerdo cuántas veces me desbordé dando las gracias: gracias por acercarme y empujarme la silla de ruedas, gracias por llevarme la comida, gracias por llevarme o traerme a mis citas o al metro, gracias por cuidarme, gracias por amarme, gracias, gracias, gracias.
No estuve sola pero la compañía la sentía como un hurto, un robo, necesitaba ayuda y, sin embargo, no sabía cómo pedirla. Sabía del amor que me tenían mi mamá, mi papá, mi hermana, mis amigas, amigos y hasta mi entonces mi novio, sabía de su disposición para cuidarme, apapacharme, quitarme un poco las responsabilidades, pero no quería aceptar todo. Buena parte de mi vida busqué ser independiente, capaz, con dos trabajos que me gustaban y que no quería dejar; ser dependiente y vulnerable me daba miedo.
Fueron meses de depresión, angustia y ansiedad hasta enero del 2020, cuando empecé a ir más regularme al Hospital General. Ahí, en la Unidad de Ortopedia, vi a quienes históricamente han sido las encargadas de cuidar: madres, esposas, hijas, hermanas cuidando a los rotos, a los maltrechos; en esa sala pública llena de muletas, sillas de ruedas y olor a yeso, lo privado era visible. Mujeres que se sabían los expedientes completos de sus familiares. Pocos hombres, la mayoría pacientes, desinteresados, sumergidos en los celulares mientras las mujeres organizaban las filas, platicaban, abrazaban, sostenían. La carga en los cuidados recaía en las mujeres y era visible.
No era algo exclusivo de Ortopedia. En los aproximadamente ochocientos metros de pasillos laberínticos no deje de ver a mujeres en Neurología, Urgencias, Laboratorio Central, haciendo un trabajo afectivo fundamental pero llevando a cuestas un trabajo de cuidados tan poco reconocido en un lugar tan doloroso.
Cuando recibí el diagnostico de dos meniscos rotos, atrofia muscular con un importante desgaste, cuando supe que mi movilidad se iba a ver reducida y no volvería a correr se me heló la sangre y lloré desde ese consultorio hasta mi casa. Era una cirugía cara y de emergencia. Un día antes mi novio me terminó por un WhatsApp. Había dejado de darme atención afectiva y emocional, llevaba semanas sin ser la misma; pese a ir a terapia, estaba triste y rebasada. Mi ex decidió redireccionar por completo la responsabilidad afectiva hacia una amiga que estaba pasando por un rompimiento; me demostró que algunos tienen un tanquecito limitado de responsabilidad emocional y cuidados que quitan a una persona para dárselo a otras.
No lo culpo, era un desastre; sin embargo, me hizo falta su presencia, sentir que no era difícil amarme. Y con el corazón apretado, con la rodilla despedazada y aprendiendo de mis emociones, me decidí a salir adelante. Necesitaba rentar un artroscopio y eso solamente rebasaba los quince mil pesos, sin contar la hospitalización, honorarios, anestesia y más gastos; cuando hice público que me hacía falta mucho dinero mis amigas y amigos me salvaron: “¿cómo te ayudo?, ¿cómo te cuido?”.
Iniciamos una colecta, vendí libros y gas pimienta, hasta rifaron un rebozo oaxaqueño. Más y más amigas y amigos me ayudaron, del programa de radio feminista Ya Siéntese Señora donde participo, del trabajo, la universidad, de la preparatoria, de mis antiguos trabajos, de lugares donde estuve becada, del gimnasio, de talleres de historia, hasta del Twitter, todos empezaron a cuidarme. Cuando necesite sangre, Jessica, una amiga de Twitter que no conocía en persona, llegó a donar y Jimena, una de mis mejores amigas, fue a hacer lo mismo saliendo de su trabajo.
Esos días no deje de llorar, de tan conmovida; en el momento en el que me sentía tan vulnerable, una red de cuidados que creé de manera inconsciente volvió para acuerparme, porque las redes que tejemos nos sostienen y nos cuidan. Me ingresaron para mi cirugía, estuve en un cuarto con otras cinco mujeres que pasaban por lo mismo y esa noche todas platicamos, lloramos: sabíamos qué sentíamos.
Después de cinco meses de dolor y confinamiento, pero también de mucho amor y cuidados que aprendí a entender que sí merezco, me operaron el 27 de febrero. Se venía una recuperación larga, más larga de la esperada porque la madrugada del 28 se registró el primer caso de COVID-19 en México.
LA AUTORA
Alejandra Hernández Vidal. Hice de la Historia mi vocación y del feminismo mi postura política, soy una piscis que vive, siente, sufre y presume ser de la salitrosa Neza donde los mexicas soltaban collares al lago; bisnieta y nieta de curanderas mixtecas que se fregó la rodilla y creyó en la ciencia pero disfruta más la ciencia ficción; investigo del México Contemporáneo, divulgo Historia en mi Twitter, me quejo con una amiga en el podcast Ya Siéntese Señora y de vez en cuando me gano becas por ser muy lista.