Aiko Alonso
Cuando di positivo a las pruebas de Covid-19, no dejaba de sentirme culpable. Tenía mucha ansiedad y miedo por contagiar a mi familia. El hilo de mis pensamientos me llevó a recorrer mis últimas decisiones hasta que llegué a cuestionarme: ¿por qué sigo viviendo aquí, con mis papás? ¿Por qué no vivo sola y sin poner a nadie en riesgo? No podía dejar de sentir culpabilidad, y más culpabilidad, por estar enferma.
Después de regresar del doctor, atravesé la puerta de mi casa con la sensación de estar apestada. Pero mi familia me paró en seco. Íbamos a seguir las recomendaciones del médico, pero no iban a dejarme sola ni deprimida en mi cuarto. El lado bueno era que mi caso fue atípico. Tuve un rash cutáneo durante diez días, un dolor abdominal muy fuerte y congestión nasal por un solo día. Lo que pensé que era una alergia alimentaria resultó ser coronavirus. No tuve tos, ni gripa, ni fiebre; podía respirar bien, pero durante más de un mes estuvimos todos con cubrebocas dentro de casa, en los ochenta metros cuadrados que compartimos.
La primera pregunta que te hacen todos es: ¿pero estás en aislamiento, verdad? En la televisión no mencionan lo que es tratar de “aislarse” cuando vives en un departamento pequeño, con una familia de cuatro y dos perros que te siguen a todos lados. Pasé las primeras dos semanas encerrada la mayor parte del tiempo en la recámara que comparto con mi hermana. Ella acabó moviendo su colchón al pasillo y yo seguía con malestar y culpabilidad por todos los cambios que se tenían que hacer al estar enferma. Mientras comía, deprimida en mi cuarto, sólo pensaba en lo inútil que era en ese momento: Tengo 26 años… no he podido independizarme… dejé de trabajar para estudiar cine… ¿Por qué?
Sí, tenía Covid y lo único en lo que pensaba era en ser productiva. Enfermarse es caro y mis ahorros fueron de gran ayuda, pero después llegué a la conclusión de que todavía había algo más por hacer, y que era tan valioso como aquello a lo que llamamos trabajo: limpiar.
Cada vez que iba al baño, comía, tomaba agua, respiraba, sentía que mis partículas andaban caminando por la casa. Que no tuviera ni tos ni gripe fue de gran alivio, porque pude hacer el quehacer sin mayores complicaciones, cooperar con mi parte para que mi hermana y mi mamá no hicieran todas las tareas en casa. Mi papá se fue sumando poco a poco al trabajo doméstico, algo totalmente nuevo para él (ésa es una lucha todavía pendiente).
Así fue que el agua con cloro se volvió mi gran aliada y limpié la cocina, la mesa del comedor, pisos, lavabos, manijas de las puertas, los muebles de mi recámara, ventanas, cortinas, ropa. Pude reconciliarme con el trabajo doméstico y con el proceso de limpieza, que por tantos años había visto y hecho con rechazo. Ahora lo hago con gusto, con música de fondo y baile incluidos. Me perdí las tardes en que mi mamá compartía las recetas familiares porque no podía estar mientras cocinaban, pero me quedaba tranquila al pensar en que había limpiado la casa para ellos. Hacer las paces con la limpieza, con la escoba y el recogedor, también era una forma de demostrarle a mi familia que los cuidaba a pesar de tener coronavirus.
Y sin embargo, no se veía. Hace unos días tuve una discusión con mi hermana y me echó en cara que el trabajo doméstico que hago le resulta poco. Ella no estuvo para ver cómo yo terminaba con la pila de trastes, cómo bailaba con la escoba y jugaba a ser Cenicienta. Y después de hacer una monografía de mis responsabilidades en casa, sólo así lo reconoció.
Me molesta mucho saber que el esfuerzo que hacemos las mujeres en casa nunca será suficiente. Siempre habrá algo que hacer. En este momento, para mí es importante encontrar un punto de equilibro entre la autonomía y la responsabilidad para aceptar las tareas que tenemos, las que queremos hacer, las que no y las que nos son impuestas.
El trabajo doméstico no se ve, pero agota y deja sus huellas. Está en las manos de nuestras abuelas y madres, en las mías, en la piel que recuerda el cloro y el jabón, en la resequedad y callos, en nuestros delantales mojados, en el dolor de espalda por agacharte a lavar el baño, en el dolor de brazos por tallar a mano, en las várices por estar tanto tiempo de pie. Está registrado en nuestro cuerpo.
El Covid se fue y mi familia no se contagió, pero las labores del hogar siguen. Antes de sentarme frente al escritorio sé que tengo tareas por hacer y pienso que si soy capaz de escribir, leer, estudiar, también puedo hacer el trabajo doméstico con el mismo amor e ímpetu. Incluso puede dejar sus huellas plasmadas de otra forma: tal vez, en una historia.
LA AUTORA
Aiko Alonso. Chilanga, 1994. Las quesadillas van con queso. Feminista y lunádiga. Guionista y documentalista. Le tomo fotos a la luna con mi camarita.