Tatiana C. Candelario
I
Si en algo he meditado en estos días es en el transcurrir del tiempo. Éste se diluye como una acuarela entre el agua y el papel. Sabemos que el tiempo transcurre de manera distinta de acuerdo con las circunstancias, pero su paso nunca me había parecido tan desigual y extraño como desde que soy madre. Las noches en las que Rodrigo, mi hijo, ha tenido fiebre, son eternas. Entre cada toma de temperatura y baños de agua tibia parece que el amanecer nunca llega. En contraste, están aquellas en las que tiene pesadillas, se despierta muy seguido llorando y yo quisiera que la noche durara más y que las dos horas en las que por fin logro conciliar el sueño se hicieran largas, laaaaaaaargas; en cambio, sólo duran un parpadeo que no me sirve, por supuesto, para recuperarme de este agotamiento y cansancio acumulados por más de tres años. La maternidad quita el sueño. Me urge dormir.
Los primeros años de vida de Rodrigo, particularmente el primero, transcurrieron muy lentos. Los días me parecían correr en cámara lenta. La mañana se montaba sobre un caracol y parecía nunca llegar al atardecer o al anochecer. Pero, de repente, me he dado cuenta de que el tiempo ha pasado en tan sólo un descuido: el reloj se ha acelerado y el tiempo y el calendario se han superpuesto. Un mes desplaza al otro con gran rapidez, generando cambios asombrosos. Así, mi bebé que no dejaba de llorar porque tenía sueño o hambre y a quien no sabía del todo cómo calmar porque ignoraba exactamente por cuál de los dos motivos lo hacía, ahora ya tiene tres años y me pide que lo deje beber agua en vaso de cristal porque ya es grande. Los hijos se duermen siendo bebés y amanecen siendo niños.
El paso del tiempo también se puede medir a partir de los objetos cotidianos que llenan el espacio doméstico. La decoración de la casa comienza a transformarse de forma más o menos acelerada. En donde había biberones, baberos, chupones y muñecos suaves, ahora hay carros de todos los tamaños y formas, calzones y playeras de dinosaurios. Sus libros pasan de ser sobre historias de un gato que tiene sueño o de un pato que está sucio a otros en los que se relata la historia y la evolución de los dinosaurios. El paso del tiempo es raro siempre, pero más cuando eres mamá. Tratamos de ser malabaristas con él.
Las mañanas se esfuman muy rápido y las tardes parecen detener la llegada de las noches. Algunas tardes de confinamiento, mientras observo a mi hijo pintar nubes y dinosaurios, el tiempo se va muy rápido, pero son sólo pequeños momentos del día que transcurren de forma veloz. Hay otros en los que ya estoy exhausta, cuando parece que la noche (y con ella, el silencio y la oportunidad de tener tiempo para mí) nunca llegará. Las horas más lentas del día transcurren por la tarde, entre la comida y la hora en la que él se va a dormir.
El tiempo durante el confinamiento a veces se monta en un caracol; otras, en una liebre a la que no logro alcanzar. Los días que pasan rápido son aquellos en los que tengo que entregar montones de cosas y reportes del trabajo, tareas de estudiantes por leer y torres de ropa sucia por lavar. Parece que las cosas y los muebles de la casa se ponen de acuerdo para estresarme más: pilas de trastes, un suelo sucio que barrer y trapear, libreros y muebles cubiertos de polvo, juguetes de Rodrigo por todas partes, aparecen justo cuando más trabajo remunerado tengo. El trabajo no remunerado requiere mucho, mucho tiempo y no da tregua porque es vital realizarlo para poder vivir. Pero también el trabajo remunerado no tiene piedad. Tu jefe te recuerda que te pagan un salario y que no puedes poner de pretexto que estás cuidando a tu hijo, imagínense que alteración del orden. Te enseñan que primero está el trabajo o la profesión y luego la crianza o, simplemente te sientes culpable o irresponsable porque antes de sentarte a hacer esos reportes primero tienes que preparar la comida para un pequeño de tres años.
Siempre hay tanto quehacer en casa. Las labores no paran. Al contrario, durante este confinamiento se han multiplicado, se reproducen como hongos sobre comida echada a perder. Todos en esta pandemia nos hemos enfrentado a las labores domésticas de una forma inevitable y muy particular. Nos hemos visto sin escapatoria a hacernos cargo de la limpieza, de preparar nuestra comida, de cuidar de los que cohabitan con nosotros, especialmente de los hijos pequeños. El confinamiento me tiene exhausta. Pensé que podría cuidar de mí de una mejor forma y mucho más consciente en estos días. Cuando comenzó el confinamiento por la pandemia, imaginé que tendría el tiempo (oh, vaya ingenuidad) para ejercitarme. Ahora sí, sin tener que perder tiempo en el traslado al trabajo podría regalarme esa hora para mí. Me conformo con una hora cada tercer día, me dije. También, prometí, me dedicaré a comer mejor y mucho más sano y al fin podré escribir ese par de artículos que llevan años (no estoy exagerando) en la carpeta de mi computadora. Por supuesto que, en mis sueños, también tendría tiempo de sacar avante de forma sobresaliente mi trabajo y para leer libros que se apilan y se apilan sobre mi buró. Pues bueno, no he tenido tiempo de hacer ejercicio ni tampoco de escribir aquellos artículos pendientes, mucho menos he podido tomar algún libro de esa pila interminable de mi buró y, lo peor, no he comido saludable porque tengo tanta ansiedad y estrés que, al llegar la noche, cuando Rodrigo duerme, entro a la cocina y busco mucha comida para tratar de llenar el hueco que siento en el estómago provocado por el estrés y la ansiedad. Obviamente no está dando resultados. El hueco sigue ahí.
Cuidar de los demás implica tener menos tiempo para el cuidado propio. Y no está del todo mal. Así funciona. Nuestras madres y familia cuidaron de nosotras y nosotras cuidaremos, pero las personas que fungimos como cuidadoras también necesitamos de cuidados y no debemos olvidarlo. En el camino y en el día a día debemos recordar (y exigir) que necesitamos tiempo y espacio para nosotras, pero para que esto sea posible es necesario transformar la situación actual; debemos exigir mejores condiciones para las mujeres en todos los ámbitos y comenzar a transformar los espacios públicos y privados. Sólo así podremos seguir cuidando sin sentir la presión laboral, económica y profesional.
II
Entre tanto cansancio y estrés he tenido momentos luminosos.
Primer momento: cuidar significa acompañar. Cuando comenzó la pandemia, Rodrigo llevaba poco tiempo yendo a la escuela, apenas un par de meses. En ella aprendería a controlar esfínteres porque en casa no había dado las señales necesarias para comenzar el proceso. Así que decidimos esperar hasta que un día, su guía de Montessori nos explicó que comenzaría a dejar el pañal primero en la escuela y, pasadas dos o tres semanas, ya podríamos continuar en casa. Cuando llevaba casi dos semanas intentándolo vino la pandemia, el confinamiento, y con éstos se detuvo el proceso porque en casa mostraba resistencia para dejar el pañal. Además, nosotros como padres, debo confesarlo, tampoco nos atrevíamos del todo a comenzar. Hasta que una mañana al cambiarle el pañal me di cuenta de que estaba completamente seco. Lo felicité y le dije: “¡mira! ¡ya eres un niño grande! No mojaste tu pañal. Vamos al baño a que hagas pipí”. Y de ahí no hubo vuelta atrás. Ya teníamos sus calzones entrenadores y su bañito listos desde hace tiempo atrás. Así que lo logramos (no sin numerosos accidentes los dos primeros días). Pronto dejó el pañal y su confianza creció; y, junto con la suya, la mía también. Me dio tanto gusto estar ahí para apoyarlo y acompañarlo; pude dedicarle la atención y el tiempo necesarios. No fue en la escuela donde vivió ese proceso, sino en casa con nosotros. No había problema si ocurría un accidente: teníamos el tiempo y las condiciones para solucionarlo.
Segundo momento: aprender a nombrar. Al comenzar el confinamiento, Rodrigo casi no hablaba. En dos ocasiones distintas lo llevamos con terapeutas del lenguaje, quienes coincidieron en que no lo hacía por estar muy consentido, porque sus padres y sus abuelas todo le adivinaban. Entonces, él no tenía la necesidad de aprender el lenguaje que lo ayudara a comunicar sus necesidades puesto que las tenía cubiertas. Siempre dudé un poco de esta explicación. Claro, hay niños poco o nada consentidos (lo que sea que eso signifique) que también tienen problemas del lenguaje. Así que a la tercera, porque se sabe que es la vencida, mejor buscamos a una foniatra que nos recomendaron en su escuela. Ella se dio cuenta de lo obvio y nos lo transmitió como si nosotros, especialmente yo, no me hubiera dado cuenta y como si no llevara tiempo cargando esa preocupación: Rodrigo, para su edad, debía hablar ya casi perfectamente. En cambio, decía muy pocas palabras: pez, azul, leche, mamá, papá, ag (que significaba galleta). La foniatra nos dijo que tendríamos que llevarlo cada semana a terapia, pero llegó la pandemia y no pudimos hacerlo. Para nuestra sorpresa y alegría, a la tercera semana de confinamiento Rod ya decía un montón de palabras: bananas, voladores, dinosaurios, manzana, pajaritos, galleta y varias más que significan mucho para él y para nosotros. Entonces comprendí que el cuidado da frutos. No sea si aún sea necesaria la terapia, seguramente sí porque si bien es cierto que ya habla más, aún le falta mejorar la pronunciación, pero por lo menos siento que la confianza y el tiempo dedicados a él comenzaron a germinar.
Tercer momento: descubrí durante esta pandemia que, a pesar de ser obsesiva con la limpieza, al grado de lavar y tallar la ropa a mano antes de meterla a la lavadora, y perfeccionista al grado de la soberbia (sólo yo dejó reluciente la cocina, sólo yo sé barrer y trapear perfectamente cada rincón de la casa, sólo yo sé cocinar los huevos en su punto exacto), puedo aprender a soltar y delegar las labores de la casa. No porque no sean importantes, al contrario. Cada vez comprendo más lo necesario que es tener una casa limpia, comida rica y variada en la mesa, ropa y sábanas limpias: estoy segura de que en estos actos hay cuidados y responsabilidad de y para los que habitamos este hogar. Pero fue necesario delegar cada vez más en mi pareja estas labores. Desde que vivimos juntos él se había encargado de co-laborar en el trabajo doméstico, pero debo decir que no cocinaba tanto o no barría ni trapeaba de forma regular. Pero vino la pandemia y a medida que avanzan los días de confinamiento he tenido que aprender, no sin una dosis alta de llanto y desesperación, a soltar y delegar más y más, así como aprender y aceptar que él tiene sus formas y tiempos para hacer las cosas. No ha sido sencillo. Ni para él ni para mí. Él no sabía hacer ciertas cosas, o digamos no tenía la práctica (porque sabemos que el conocimiento de estas labores lo da la práctica) y yo me desesperaba, puesto que, en contraste con él, llevo toda una vida haciendo el quehacer. A veces nos aferramos, aunque sea, a esta forma de control.
Tuve que soltar porque no podía con todo. Rodrigo requiere mucha atención, energía y contención emocional. Él me busca más a mí. Soy yo quien se levanta todas las mañanas a las siete a darle el primer alimento del día, a jugar con él a las carreras, a convertirse en una diplodocus para jugar a los dinosaurios y es a mí a quien busca en las noches para leer e irse a la cama. De la mañana a la noche y de ésta a otra mañana más… la maternidad no da tregua. Si se cae y se pega también pide a mamá para que lo cure. Es normal (¿es normal?) Es una etapa, me digo. Pero es muy cansado y pienso: ¿quién me sostiene a mí emocionalmente?
Entonces he tenido que soltar las labores del hogar. Hemos llegado a un acuerdo (no sin pasar por un camino pedregoso en el que ha habido innumerables peleas y disgustos): mi pareja barre y trapea, yo juego con Rodrigo. Mi pareja hace el desayuno, la cena y casi la mitad de las veces, la comida; yo pinto dinosaurios y nubes de acuarelas con Rodrigo. Dibujamos cielos, nubes, soles, pájaros y ratones con nuestras pinturas. Los hacemos de cartón y de papel. He almacenado tantas cosas para reciclar. Quizá ese tubo de cartón de las servilletas se convierta en una mariposa y ese cartón del papel del baño, en un zorro.
Estoy cansada, sí. Pero estoy consciente de esta oportunidad que tengo para cuidar, acompañar y afianzar aún más los lazos con Rodrigo. Me desvelo pintando nubes y lluvia de colores para él. Para mí, vale la pena al ver su carita por las mañanas, al verlo ir al baño, escucharlo hablar y al verlo convertirse en ese gran niño que es. Sus risas llenan el espacio. Cuidar es muy cansado, pero no tengo duda de que es una acción necesaria y enriquecedora. No estoy romantizando, así lo vivo. Estoy ayudando a conformar una persona y eso tiene un valor vital. Pero, en un futuro, cuando la pandemia pase, quiero hacerlo de forma colectiva. Nunca sola. Debemos cuidar y cuidarnos. Y aunque he tenido estos momentos luminosos, llenos de amor junto con mi hijo, también he tenido otros muy oscuros. Así que no renuncio a la idea de que cuando inauguremos la “nueva normalidad”, pueda tener los recursos y el apoyo necesarios para criar en comunidad. Quiero que vaya a la escuela y aprenda muchas más cosas de las que yo puedo enseñarle. Que le enseñen más palabras, a contar, a escribir y leer, que juegue y conviva con otros niños, con las familias de esos niños, que la familia extensa y no sólo las abuelas se lo lleven una tarde para que yo pueda acostarme a leer o a mirar las nubes. Que en mi trabajo me den las condiciones para cuidarlo mejor sin tener que renunciar a ver su crecimiento. Es una larga lucha, pero ahí estaremos.
Termino como comencé este largo texto: lo que más me hace falta en estos días es dormir, pero entonces pienso que, quizá, si no estuviera aquí Rodrigo tampoco podría hacerlo. El miedo que siento por el bicho que acecha allá afuera y la posibilidad de contagio me quitaría mucho más el sueño. En las redes sociales he leído que muchas personas tienen insomnio durante estas noches pandémicas. La mayoría de ellas viven solas. Entonces pienso que cuidar a Rod no sólo me quita el sueño, también me ayuda a olvidarme de los miedos, de los problemas, a salir de mí misma. Y entonces pienso: cuidar también salva.
LA AUTORA
Tatiana C. Candelario. Historiadora (y ex corredora). Interesada en la historia social y cultural del siglo XX, particularmente en los procesos de urbanización e industrialización. Mamá de Rodrigo desde el invierno de 2016.
Hola Tatiana. Me encantó tu texto.
Me gustaría leerte más.
Como psicóloga en educación y madre de dos pequeños me identifico y me gustaría compartir experiencias de crianza y confinamiento.. Muy necesarios en este tiempo.
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