Sobre el arte de habitar

María Franco

 

He habitado cuatro casas en el transcurso de mi vida. Cada una fue tan distinta entre sí, que creo que refugiaron en su momento a una persona igualmente diferente, en constante construcción. Del hogar familiar adquirimos el sentido de pertenencia, pero en su habitar diario, yo encontré mis propias fronteras materiales e inmateriales. Cada casa y los objetos que la complementan son más que un escenario para nuestras vivencias personales: son parte del acervo de nuestra formación.

De la primera casa en la que viví recuerdo que compartíamos todo. Mis padres compartían lote y gastos con mis abuelos maternos. Mis tres hermanas y yo, en cambio, compartíamos ropa y juguetes. Mi madre y abuela usaban la misma máquina de coser, agujas y estambres. Todos veíamos una sola televisión, disponíamos igual de la única letrina y del jabón de baño; tomábamos lo necesario del árbol de granadas y del limonero; del huerto, hierbabuena y chiltepín. Al compartir las cosas se generaba un sentimiento de pertenecer a un núcleo especial, en el que incluíamos a Sargento, nuestro perro.

Esa relación de proximidad entre los miembros de la familia y las cosas de las que todos parecíamos los dueños me enseñaron a respetar los límites, a dejar el cepillo en su lugar, la toalla secando, el vaso que usé limpio “en donde va”. En ese entonces no tenía más de seis años. Sufría cuando un objeto se caía de mis manos porque pensaba que le dolía. Solía hablar con las cosas tal y cómo ahora lo hago con mis perros. En esas paredes físicas quedaron cimentados rasgos importantes de mi personalidad, rasgos que aún me acompañan en otros lugares donde difícilmente se puede compartir.

Un día nos mudamos a otra ciudad. Mi hermana menor tenía meses de haber nacido. Ya éramos cinco. De rentar brevemente un condominio, nos cambiamos a un terreno finalmente propio. Mi mamá se enfocó en convertir aquel único cuarto sin puertas ni ventanas en un hogar “de verdad”: uno que con poco siempre lucía bonito y donde podíamos seguir compartiendo, pese a volver a empezar. Con el paso de los años lo cumplió. Amplió la vivienda e hizo realidad su sueño de contar con loseta en el piso, cuadros de catálogo en las paredes a las que procuró pintar cada año de distinto color, y navidades con foquitos blancos que delineaban el techo, enmarcando el pino natural que los vecinos podían ver por la ventana de nuestra sala. Mi madre forjó en mí la ilusión de tener una vivienda digna: limpia y armoniosa, sin importar que fuera pequeña o austera.

La tercera vez que me mudé fue una decisión que nunca estuvo en mis planes. Ahí, en esa casa donde vive mi madre con su actual esposo, me desplazaba por la cocina, sala y comedor con un respeto que solo mi abuela habría aplaudido. La timidez me desbordaba, a pesar de contar con un baño y recámara solo para mí. Con el tiempo y la confianza que inspira su dueño, eso cambió. Las fronteras inmateriales son quizá más difíciles de cruzar. Empecé tomando notas mentales de nuevas formas de hacer la comida, de poner la mesa, de recibir visitas y hacerlos parte como si también vivieran ahí. Aunque esto último me costaba mucho, finalmente comprendí que no tienes que poseer una casa para pertenecer a ella, del mismo modo que no tienes que vivir con tu familia nuclear para compartirla y cuidarla. Un hogar nos podrá parecer un lugar común en muchos sentidos, hasta que nos damos cuenta que en ese lugar común abrazamos la vida muchas veces.

Hoy escribo desde un nuevo domicilio. Me apropio de esta casa cuidándola y compartiéndola como si fuera mía mientras vivo aquí. Con la conciencia de devolverla igual o mejor, voy reparando lo reparable, reusando muebles que comparten conmigo una segunda o tercera oportunidad. Limpio y ordeno las cosas y no lo hago sola. Superé mi animismo infantil, pero no mi respeto por las cosas que me rodean: cohabito, aprendo cosas nuevas en el arte de habitar. Imagino que en lo simbólico, establecemos un acuerdo con el espacio y con lo que nos ofrece. Un acuerdo donde se establece lo que la casa también espera de nosotros. En un dar mutuo, hoy vivo en un lugar que también me vive y acepta con mis propias fisuras.

Deduzco que cada lugar donde he vivido hizo más fácil alojarme en el presente, especialmente porque esta última casa que ocupo recibe mucho de lo que aprendí en cada una de las anteriores. Voy sorteando lo que tengo, necesito y quiero con lo que realmente puedo tener, y estoy convencida de que no se trata de sumar bienes materiales, sino aspectos inmateriales de cada espacio antes habitado; aspectos que revivo día con día en conductas o costumbres, como un homenaje cotidiano a la historia de mi familia, nuclear y extendida. En sí mismo, cada hogar es un sitio que se aferra a ser habitado en la memoria cuando se vuelve físicamente imposible regresar.

 


LA AUTORA

mARÍA

María Franco. Del  noroeste de México. Más socióloga que comunicóloga. Le gusta ver el mar y fotografiar a sus tres perros. Lee más de lo que escribe. También  gusta de estar a solas aunque nunca ha vivido así. Actualmente se acompaña de un buscador de libros, melómano y barbón.

 

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