Karina Solórzano
De niña tuvimos durante un tiempo a una gata calicó en casa. No recuerdo muy bien cómo nos encontró (o cómo la encontramos): tengo vagas imágenes de ella siguiéndonos a mamá y a mí desde mi kínder, se confunden con mis sueños. Tampoco recuerdo cuánto tiempo vivió en casa, pero sí recuerdo que un día desapareció y nos llegaron rumores de que vivía con un gato en la casa deshabitada del al lado; en una ocasión me asomé por la ventana y vi pelitos negros en la alfombra, pensé entonces que tenía una vida independiente de nosotros y al principio me sentí triste pero después me sentí feliz.
Los gatos, dicen, eran bestiecillas salvajes que en algún momento domesticamos, pero cuando observo a los tres gatos con los que ahora convivo me pregunto cuáles son esas características que los hacen domésticos. Una cosa tengo clara: no me parecen animales que se han adaptado a una forma de vida diferente a la que tenían sus ancestros, no me parece que lo “doméstico” sea una oposición a lo “salvaje” pero hice un largo recorrido para llegar a esa conclusión.
Nuestra casa también tuvo una alfombra en la sala durante varios años, cuando mis padres se mudaron de la ciudad de México a León compraron esa casa; cuando la habitamos por primera vez, (me contaron ellos) yo gateé en esa alfombra. Las casas de León se parecen mucho entre ellas, si atraviesas la puerta principal encontrarás una sala y una cocina; en Guanajuato capital son diferentes, la entrada principal a veces puede estar en la azotea. Cuando vivía en Guanajuato tenía pesadillas con la casa de León, el orden de los espacios me causaba asfixia y sentía que de alguna manera me predestinaban a ocuparlos: casarme, tener un par de hijos que durmieran en el segundo cuarto, barrer la sala, estar en la cocina, regar el pasto. Domesticarme.
Observo a los tres gatos que viven conmigo en esta nueva casa. Entre ellos hay una calicó que todos los días se asoma al balcón a ver los atardeceres. No pienso que está domesticada: para mí, ella habita los espacios cómodamente, se apropia del patio, de las camas, de los sillones. Me gustaría habitar los espacios de la casa de esa forma, quisiera reclamarlos desde la calma la cocina, hacerla un espacio de amor y no ese espacio melancólico en el que a veces mi tía come de pie después de cocinar y servirnos a todos; porque las mujeres de mi familia (como muchas en el mundo) siempre se han encargado de la cocina. Cuando mi abuela tuvo a sus siete hijos, el trabajo más inmediato que pudo desempeñar fue el de cocinera, después vendió comida durante muchos años. Las mujeres y sus cocinas.
Cuando yo cocino con mi mejor amiga siento que compartimos un cariño mutuo, como si participáramos de un ritual; el día que vi a mi novio cortar en julianas los tomates sentí el mismo cariño, una libertad muy parecida a la que asocio con mi gata calicó cuando la veo ver los atardeceres en su balcón. Después pienso en mi abuela que ahora, a su edad, ya casi no cocina nada, pero el otro día cocinó una sopa de ajo y fue como un día de fiesta, una alegría compartida. De hecho, cuando de pequeña íbamos a visitar a mi familia a la ciudad de México, lo que más me gustaba era la alegría que invadía el comedor que está en la cocina, los tíos y los primos reunidos alrededor de la mesa. Cocinar con mi tía y con mi abuela ha sido parte de ese recorrido en el que dejé de pensar que los gatos algún día se vuelven domésticos en el sentido de que pierden su libertad. Me da por pensar que tal vez los tres gatos a los que ahora cuidamos decidieron hacer familia con nosotros y que aquella gata calicó de mi infancia creó la suya. Hizo su propia comunidad.
LA AUTORA
Karina Solórzano. Le gustan los canales de cocina. Es licenciada en Letras españolas por la Universidad de Guanajuato y escribe sobre cine para medios en Latinoamérica y España. Tiene un blog sobre sexo llamado Dime Cat.