Karla Montalvo
A veces un helado es algo más que un helado.
Hace unas semanas, María estaba de malas, desobediente, berrinchuda. En la noche, luego de que llorara durante el baño con esa intensidad solo posible a los cuatro años, la cubrí con la toalla y la abracé.
—¿Qué pasa? —le pregunté. —¿Extrañas salir?
Ella, todavía con los residuos de la emoción, con los ojos rojos y los labios en forma de beso triste, asintió. Y luego la emoción volvió a crecer y lloró más fuerte. Su pequeño cuerpo vibraba entre mis brazos. Ya no podía más, estaba harta. Había tocado fondo.
—¿Y si mañana te llevo dar una vuelta a la cuadra?
Con timidez, con ese halo de derrota, de malestar, de tristeza, me dijo, suave, quedito:
—Helado…
La palabra me desconcertó. En la casa había nieve de limón —que le encanta— y un helado de esos que tienen harta azúcar y grasa vegetal y colorante. Pero ella no deseaba darle la vuelta a la manzana ni pasear con su patín del diablo ni jugar con una pelota: quería un helado. Y el que quería no estaba en el congelador.
Pensé que en la palabra helado cabían su tía, su abuelita, Bety —sus cuidadoras algunas tardes— y caminar con ellas a la heladería, cabían nuestro fines de semana de antes, cabía asomarse a la vitrina y probar con los ojos todas aquellas opciones coloridas.
Al día siguiente por la tarde, nos pusimos los cubrebocas, guardamos la botella de gel y comenzamos la aventura.
Cuando llegamos a nuestro destino, pidió de inmediato el de chocolate que ni siquiera es su favorito. Hacía calor, así que le quité el cubrebocas: era cosa de minutos para que la gran bola de helado se derritiera sobre el cono. Entre ruidos de gusto decía:
—Extañaba el aide, extañaba los ádboles, extañaba el piso de la calle.
¡El piso! Extrañaba el piso de la calle. ¿Sus ramitas, el polvo, el calor que rebota en él? ¿Las hormigas? Por más que se esmeraba en chupar su helado, no lograba contener los ríos de chocolate que recorrían el cono, su mano y la servilleta hasta caer al suelo.
Para cuando llegamos al parque tenía chocolate en la nariz, en los cachetes, en el pelo, en la playera, en el pantalón y en los zapatos. Nos sentamos en una banca. Los ruidos de placer no cesaban y en algunos momentos se convertían en gruñidos. Me hizo recordar a la pequeña de Mi villano favorito cuando abraza y aprieta al unicornio peludo y pachoncito: le gusta tanto que va a explotar. Logré rescatar la servilleta que aunque tenía unas líneas de helado también conservaba partes blancas. Pero fue insuficiente. Ni la servilleta ni yo estábamos preparadas para la cantidad de helado que escurría por todas partes ni para presenciar semejante alegría y disfrute. Tal vez en otra época de mi vida le hubiera dicho «vámonos a la casa para limpiarte». Pero pensé que parte del helado que quería, ese que no había en casa, implicaba embarrarse como lo estaba haciendo.
Al disfrute en la boca se sumó el de la vista. Vio gatos y perros. Vio ardillas que iban de un árbol a otro y se metían entre las ramas. Vio pájaros negros agruparse. Vio un tronco que tenía un hoyo en el centro. Extañé los animales que sólo viven en la calle. Veía maravillada las cosas. No como si fuera la primera vez. No. La emoción descansaba en el hecho de que ya las había visto, de que ya había caminado ese suelo, de que ya había sentido el sol y el aide fesco mientras comía un helado. El placer provenía de reconocer la experiencia, de reencontrarse con ella luego de tantos días de privación.
Yo no comí helado —qué quieren, prefiero las paletas y las chamoyadas…—; además, estaba asustada y culpígena por haber sacado a María en plena fase tres. Pero al mismo tiempo, me fascinaba su fascinación; me fascinaban su alegría, su entusiasmo. Luego de fracasar estrepitosamente en limpiar el desastre pegajoso que se desarrollaba sobre ella, me concentré en admirar sus ojos abiertos y su expresión ante los estímulos, en oír las cosas que decía. Porque María cuando se pone feliz, cuando está de veras muy feliz, agarra vuelo y no deja de hablar. Ni un segundo. El mundo se divide en mamás y bebés, cuando eras pequeña eras solo una pequeñita, el pimedo en llegar a un ádbol invisible va hacia un helado —decía mientras mordía el cono o chupaba al helado.— Los pájados están discutiendo; hay que averiguar ese pájado quién es. Yo quisieda tener alas. Ellos son mis amigos, los pájados. Éramos buenos amigos pero tú –o sea yo– rompiste las deglas cuando eras pequeña…
—¿Rompí las reglas de los pájaros?
—Sí, tú las dompiste…
Supongo que acabé con su amistad y por eso me hacía esa cara de muy enojada.
Para ese momento, el cono ya estaba muy disminuido.
—¡Mida, mamá, budbujas de helado!
Y fue así como me salvé del castigo por haber roto una amistad tan sólida. Porque el de la casa podrá tener incluso m&ms pero no tiene burbujas, eso seguro. Y tampoco te permite ver ardillas cuando te lo estás comiendo ni escuchar a los pájaros discutir.
El helado también es esa otra experiencia de cubrirse de él, de sentir el sol en contraste con su frialdad mientras caminas por ese suelo que claramente es distinto al de la casa. Ahí es cuando una se queda pensando que, por más maravillosas que sean las palabras, tienen límites. ¿Helado es el mismo fenómeno cuando una se lo come frente a la tele que cuando se disfruta en la calle? ¿Es el mismo cuando una se lo come con abuelita que cuando se disfruta en mitad de una pandemia en fase tres, tras dos meses de no salir?
Nos regresamos tomadas de la mano. La mía también estaba pegajosa debido a mis intentos fallidos de limpieza. Entonces surgió esa sensación caliente entre las manos, de azúcar hecha sudor, pero por alguna causa no fue del todo desagradable. Helado nombra también el exceso, el sumirse por completo en la experiencia, el dar forma con la lengua a aquella masa fría a la que le da por mutar y deshacerse y adherirse a la piel. Y dejamos que el helado suceda y nos cubra como si chapoteáramos, porque de todas formas en estos tiempos, al regresar de la calle, viene bien meterse a bañar. Como cuando jugamos en la lluvia y terminamos hechas una sopa; o como cuando salimos del mar todas llenas de arena. Mejor bañarse para quitarse el helado —como si nos quitáramos el frío de la lluvia o la arena del mar— que para desprender de nuestro cuerpo el covid.
Aunque también nos lo quitemos.
LA AUTORA
Karla Montalvo. Escribe ensayo, cuento y novela. Sus textos han aparecido en revistas como Signos literarios (UAM), Destiempos, Monociclo y Tierra Adentro. En el 2005 publicó el libro de ensayos Los personajes que soy (Tierra Adentro) y ha sido incluida en antologías como Historias para animales escondidos (El lugar común, 2020), 16 Historias (in)Trascendentes (El lugar común, 2019), Veinte años de ensayo en el FONCA (Conaculta, 2011) y Dos escritores secretos. Ensayos sobre Efrén Hernández y Francisco Tario (Tierra Adentro, 2006). Es licenciada en literatura latinoamericana y maestra en letras modernas por la Universidad Iberoamericana. En 2001 y 2005 obtuvo la beca de jóvenes creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA) en las áreas de ensayo y novela, respectivamente. En el 2014, gracias al programa de Residencias artísticas del FONCA, hizo una estancia en el Banff Centre en Alberta, Canadá. Desde el 2007 es profesora e investigadora de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México en la licenciatura de Creación literaria.