Laura Sánchez Ley
De pronto me eché a llorar. Allí parada en un parque en la ciudad de México, las lágrimas comenzaron a hacer que me ardieran las mejillas: la combinación de lisozima, lactoferrina, lipocalina y sodio me hinchó la cara y aparecieron unos ronchones. Y es que por si fuera poco, según la ciencia, soy esa que, por cada 230 millones de personas, es alérgica a sus propias lágrimas.
Colgué la llamada telefónica y empecé a sentir un regusto metálico en la boca, puntos blancos titilaron frente a mí. Las voces, los ladridos de los perros se escuchaban como si estuviera abajo del agua y los demás, afuera. Algo tiraba de mí hacía abajo, se me puso caliente el cuello.
—Chingado, me voy a desmayar enfrente de todos, qué pena—alcancé a pensar acompañada de una vergüenza adolescente.
Ese día volvió a pasarme por tercera ocasión lo que yo pronunciaba como si hablara con faltas de ortografía y conocía como “disasociar”.
—¿Te digo algo y no te enojas? Se dice di-so-ciar— me había corregido alguien, unos días antes.
Por primera vez sentí esa necesidad de correr a mi casa, mía, mía: una que no había considerado casa.
Hacía más de tres años que había llegado a vivir a ciudad de México y para mí, “casa” era aquella de dos plantas con patio, luces, cactus y un asador que estaba en Tijuana. Hasta ese día renegaba con quien quisiera escucharme sobre el departamento 8 en Jaime Torres Bodet 1949. Ese que con el paso de los años (según yo) no era más que laminado cochambroso, mosaico verde enmohecido, ventanas oxidadas; un lugar donde entraba tan poco aire y sol que las plantas siempre se morían; hasta las del desierto, que dicen que aguantan todo. Mentira.
Subí las escaleras a tropezones, era la primera semana de la cuarentena. Los primeros días caminaba pensando que el de enfrente o el de atrás me iban a contagiar, así que no sé si fue la impresión de lo que hablamos en la llamada telefónica o la hora que duré hablando en el parque, expuesta, lo que me provocó un ataque de pánico.
En lugar de echarme en el sillón—plan que ideé cuando corría del parque a mi casa, según yo para desmayarme antes de caer en el piso, evitar entonces golpear mi cabeza y así no morir de un derrame cerebral, sola— corrí a la cocina y tomé unas cajas de cartón que compartían color: blancas con verde.
Habían estado apiladas en la barrita que dividía dos secciones del departamento de 50 metros cuadrados y estaban repletas de pastillas que apenas si había tomado intermitentemente. Empecé a leerlas con atención por primera vez letra por letra.
Val-pro-a-to de sodio que-tia-pi-na pregaba-lina clonazepam flu-o-xetina, du-lo-xe-ti-na.
Una pastilla con circunferencia de moneda de diez centavos fue la primera de muchas: rosa, tenía unas líneas que hacían una cruz y permitían cortarla en cuatro. No sé por qué la partí si ni leí la receta y de cualquier manera me eché el pedacero sin un sorbo de agua en la boca. Recordaba que era para la ansiedad, el pánico o algo así.
Soy pésima con las metáforas pero imaginen un monitor cardiaco, ese donde triángulos suben y caen. Así es la vida: pico, alto, cae, lloras, pico, emoción, caes. Ira, deseo, un almacén de extremismos. Me anunció la enfermedad sin tacto unos días antes de entrar a la cuarentena.
Por primera vez tuve que vivir encerrada en ese departamento que no consideraba casa y me tuve que apropiar de él totalmente, por fuerza y no por gusto.
Unos meses antes había tenido una operación donde me extirparon un tumor en el seno y en cuatro días ya estaba trabajando. Ni en ese momento me permití sentirla casa.
—Me quiero ir a Tijuana— pensaba obsesivamente.
Ahora estaba ahí, me apena decirlo, haciendo cosas tan nuevas: hornear un pastel, dormir siestas con mis perros, pintarme las uñas, hacer rutina de ocho pasos de skincare, remendar mi ropa mientras veía novelas viejas de Televisa. Que buena era Rubí, la de Bárbara Mori.
—Ay, debería ser como ella— pensaba y me reía en voz alta.
Entendí que la nueva forma de cuidarme era un ritual lento en un departamento que sí era mi casa.
Desde entonces me siento en la mesa con un plato viejo de plástico decorado con florecillas verdes. Tomo el cuchillo más grande, El Hampton, que me regaló mi mejor amiga cuando me casé. Coloco 10 cajas frente a mí, todas comparten detalles en su exterior de cartón: rayas sin chiste y el color verde farmacia.
Compré en Amazon un pastillero que me hizo sentir como mi abuela Carmela. Aquí se separan las dosis en breakfast, dinner, lunch, bedtime. Empieza el domingo y termina el sábado. Tengo que colocar 63 dosis de pastillas.
Empiezo con el clonazepam que se parte con la mano. Es un fármaco perteneciente al grupo de las benzodiazepinas que actúa sobre el sistema nervioso central, con propiedades ansiolíticas (Wikipedia).
Trato de sacar las cuentas torpemente en mi cabeza, dividir 63 dosis entre siete días. Nunca fui buena con las matemáticas pero al menos hoy tengo una justificación. Son las pastillas.
Tengo miedo de que se parta una de mis uñas que en esta cuarentena he cuidado tanto y presumo con mi mamá por videoconferencia. Siempre se quebraban.
—¿Por qué los días en el pastillero vienen en inglés?— a veces pienso que es personal y es para complicar más el ritual.
Lleno tres secciones del pastillero, menos el dinner que se queda ahí suspendido. No hay dosis. Encuentro en el saturday pasado un cuarto de clonazepam, trato de recordar por qué me salté esa dosis. Me odio instantáneamente.
Sigue la fluoxetina. Está indicada para tratar, tanto en adultos como en niños, los trastornos depresivos, el trastorno obsesivo-compulsivo (Wikipedia). Me doy cuenta de que solo quedan nueve pastillas para la semana: solo tres días. Ay, no, voy a tener que salir, no quiero. ¿Y si me contagio?
Sigue la quetiapina, a la que tengo más respeto. Es un fármaco neuroléptico perteneciente al grupo de los denominados antipsicóticos atípicos (medineplus).
Incluso sacar las pastillas de la caja duele en la yema de los dedos, es muy dura. Pero por un momento me relaja el sonido del aluminio tronando, me recuerda esos protectores de burbujas que envuelven cosas delicadas. Es tan dura que es el momento de utilizar el cuchillo Hampton.
Siguen dos viejas conocidas. Pregabalina, fármaco antiepiléptico y analgésico usado en el dolor neuropático periférica; yduloxetina, antidepresivo inhibidor de la recaptación de serotonina y noradrenalina utilizado para el tratamiento de la depresión.
Parece que en Jaime Torres Bodet las plantas del desierto dejaron de morirse. Creo que necesitaban riego constante.
Qué milagro, de verdad, que estén vivas.
LA AUTORA
