Sara Martínez
1.
Emma me cuenta sobre su nueva gata. Yo le tengo miedo, le tengo miedo a todo. A tocar el piano y que nada salga. A escribir y que nada salga. A hablar y que salgan cosas por los bordes. Emma se sienta sobre el piano y me dice cómo tocar: esta parte es más staccato, mira, mientras levanta los brazos de abajo para arriba con las yemas de los dedos como los ejes del movimiento, roza las notas en golpeteos cortos. El staccato, pensé, es como tocar y de inmediato arrepentirse de haber tocado. Para los que nos da miedo todo siempre hay una forma expresiva que nos refleje. Su gata salta sobre el piano y pienso en el staccato felino, también una reacción de sobresalto, un salto súbito cuya fuerza de jale no viene desde las patas sino del centro del cuerpo: hilos invisibles que se retractan.
Pensaba que me gustaba el estudio de Emma porque estaba en una casa enorme, en donde me podía imaginar viviendo. Tenía ese tipo de iluminación que hace que todo se sienta bien, luces con gradación y cálida. Ese tipo de iluminación que viene de todos lados, del techo, del suelo, de un hundimiento en la pared en donde la luz hace eco. Me sentía en un hotel de lujo, el tipo de hoteles en donde todo está bien, todo está limpio, no hay forma de que entre ningún tipo de suciedad o de tentación o de desviación o de mundo y lo aceptas, aceptas el mundo sanitizado porque te recuerda a cuando te cuidaban del mundo ahora que tú te tienes que cuidar de él. Pero Emma se divorció y se mudó con su hija a una casa mucho más pequeña y se consiguió a la gatita que me atemorizaba. La gatita era suave, elegante, una siamesa expresiva y recelosa. El estudio, donde estaban dos pianos, me daba la misma sensación de llegar a un lugar de descanso. Es cierto: la mayor parte del tiempo había silencio, menos cuando tocábamos el piano. En ese entonces le daba clases a alumnos a los que ella ya no podía atender por falta de tiempo, y recuerdo estar sentada mientras esperaba a que llegaran.
Cosas que hizo Emma:
- Organizar conciertos en donde tocaban principiantes y expertos, donde aprendimos a sentirnos importantes, parte de la conversación.
- Organizar eventos culturales de Hungría, de donde ella viene y, creo, donde está en este momento.
- Hacer una despedida a Mario, uno de sus alumnos que se iba a Francia a estudiar el corno francés, con pastel, velitas, alberca en una tarde lluviosa.
- Organizar conciertos educativos para escuelas públicas en Cancún, en donde hablábamos sobre Bela Bartok (su favorito) y Beethoven, el músico pero también un peluche de conejo que llevaba a los conciertos para hacer reír a la audiencia —ja, creían que hablaba de Beethoven, el músico sordo que nos imaginamos en un constante estado de caos por su peinado, pero en realidad era este conejo, en realidad era esto: un peluche, esto: una suavidad, lo que algunas personas saben ofrecer, esto: un chiste inocente, cadencia: el momento en el que un chiste rompe la tensión y la risa relaja al cuerpo o la frase musical que termina y llega, finalmente, al lugar de descanso.
2.
Hace unos años, Show, Andrea y yo nos encontramos en un parque que parecía de otro mundo. Todo fue por casualidad, lo cual remarcó la idea de que habíamos encontrado un portal para entrar en otro mundo: uno un poco más suave y dulce (así: las partículas seguro se movían de manera más suave porque el roce del aire era como un masaje, o tal vez se movían en micro vibraciones que hacían que el aire se sintiera efervescente, una especie de vida ligera). Habíamos entrado por una puerta de madera blanca descolocada unos centímetros del marco, después de subir una colina de casas totalmente diferentes la una a la otra: recuerdo una con enanitos de Blanca Nieves justo antes de entrar al parque. No había promesas de nada, nos tomábamos fotos y nos quejábamos del dolor de piernas.
Abrimos la puerta de madera y nos encontramos con un golpe de belleza: un staccato de la experiencia. De repente todo es hermoso y después te das cuenta de que eres capaz de reconocerlo, de estar ahí, de vivirla. Claro que nos tomamos más fotos, y bailamos, y Show tocó su ukelele. Pasamos la tarde ahí con un atardecer dorado, en donde pasó primero el aire húmedo y caluroso y después el viento que mecía plantas y nos llenaba de frío. Vivimos un instante en otro mundo.
(Pensaba hilar esta experiencia con otra sobre mi abuelo, porque me confundí y pensé que la ternura era exclusiva de los seres físicos. Pero pienso que esto fue un momento de ternura del mundo.)
3.
Me he dado cuenta de que cuando pienso en mi mamá, pienso en una imagen estática de ella. Ahora que lo escribo, me doy cuenta de que así pienso a muchos que quiero: mi papá con los ojos brincando de un lado a otro y la cabeza sobre las manos, mi abuela con sus lentes y una media sonrisa en los labios pintados de rojo que se completa en la expresión de sus ojos. Mi mamá aparece de inmediato en mi mente sentada en el inmenso jardín de la casa de Andrómeda, con el cabello café y brillante llegándole a los hombros, los ojos entrecerrados por el sol y una mano sobre ellos, un vestido verde oscuro de flores. Alrededor de ella, miles de maripositas blancas la rodean. Huele a pasto y a ciruela madura. Después, más imágenes se convocan, se aglomeran alrededor de la memoria como muégano (una palabra que a ella le gusta usar para describir cómo le gustaba estar con nosotros: como muégano). Últimamente, una imagen que llega inmediatamente después es ella, como de 15 años, bailando con mi tío. El cabello ahora ondulado y no hay rastro en su rostro de la seguridad que tiene la mujer que está en el jardín. Los ojitos entrecerrados, también, de una cara que reconozco en ella como una tristeza empapada del momento feliz —está siendo atendida, le están tomando fotos, bailando con ella. Pocas veces se siente así.
Claro que mi madre ha tenido millones de actos de ternura, de amor, de cuidado, de cariño, como todas las madres que aman. Claro que podría hablar de ellos. Pero de lo que hablo es de cuando puedo escapar del rol en donde soy hija y la puedo ver como una persona que no necesariamente es mi madre, pero que es una madre que acoge a todas las criaturas que encuentra y que vive con el corazón reventado. Porque una vez recogió a un gatito y le dio medicina y resulta que probablemente le dio de más y el gatito amaneció muerto. Porque una vez recogimos a otro y lo llevamos al veterinario y resulta que el chiquito estaba lastimado y que no podría ver nunca y probablemente se complicaría y probablemente no sobreviviría y que sería mejor atender la situación en ese momento. Porque no entiende la crueldad, como concepto ni como realidad y cuando le hablo de mi gatita dice: qué tiernos son los animales, o dice: me entiendo mejor con los animales y pienso en ella rodeada de mariposas y tampoco entiendo la crueldad, como concepto ni como realidad: enfrentarme a la mirada triste de alguien a quien le falta estar como muégano. Síncopa: prolongar lo incompleto de una frase musical o esperarse a llegar al punto de gravedad o descanso.
4.
Mi tía me dijo que soñó que íbamos a un parque acuático. Me dijo: siempre sueño con delfines. Su hija, mi prima, me dijo que mandó una foto mía al grupo de Whatsapp de los tíos diciendo que yo era una chulada. Mi papá escribió Por mi Gran Culpa, un libro que habla sobre cómo la doctrina de la culpa católica orilla a los más devotos al silencio. Con los más devotos, en este contexto, me refiero a su padre, mi abuelo. Y cuando digo al silencio, me refiero a que cuando mi papá era chico un sacerdote lo encerró en un salón y le dio un beso y cuando mi papá le contó a sus padres, mis abuelos, prefirieron callar o una versión más suave de callar: mi abuela decidió no entender y mi abuelo decidió entender, pero al sacerdote, como una persona que no se entendía a sí mismo y por eso lastimaba a los más indefensos. La doctrina de la culpa es la doctrina del silencio. Mi tía cuando sueña con delfines creo que sueña con estar en el mar y que las olas la acurruquen. Es la primera persona que vi llorar mientras leía un libro, yo estaba en una hamaca en la casa de mis abuelos, sus padres, y ella leía un libro que la llevó al llanto. Le pregunté por qué lloraba, ella sentada en un sillón debajo de una pintura de María Magdalena que mi abuelo conserva en la terraza de su casa. Mi abuela se llamaba María. Mi tía también. Por qué lloras, pregunté y me dijo que era un libro muy triste. Yo había llorado con libros, seguramente, es algo que probablemente haría yo. Lloro a la menor provocación. Gracias a mi tía no me importa llorar a la menor provocación.
Cuando mi abuela estaba a punto de morir, pero todavía no moría, todos fuimos a comer a un restaurante de mariscos y yo todavía no entendía que estábamos ahí porque ya iba a morir. Siempre cuento esta historia, y no sé si es porque quiero habitar otra vez ese espacio, en donde todavía estaba viva, o porque no hay forma de entender la muerte de alguien que amas y por eso estás destinado a repetir por siempre el momento en el que entendiste que iba a morir. En una convocatoria para una revista literaria leí: por favor no mandes algo que hable de la muerte de tu abuela. Me imagino que es porque la gente cree que hablar de la muerte es automáticamente profundo y lo profundo es literario y entonces te van a publicar y por eso hablan de la muerte de su abuela. Yo no sé si quiero hablar de la muerte de mi abuela, pero siempre acabo hablando de eso. Mi tía, la que sueña con delfines, fue la que se quedó al final a cuidarla. Es la que le lleva comida a mi abuelo en la pandemia. Avergüenza a mis primas chiquitas cuando baila porque es escandalosa. Cuando pienso en ella, pienso en su risa. También cuando hace una mueca triste, pequeñita, que desaparece al instante. Se muerde tantito el labio y el gesto hace eco en los ojos, que muestran un poquito de tristeza, de nostalgia, de ver hacia la ventana y pensar, de qué otra manera hubiera sido. Cuando mi papá escribió el libro ya me había dicho lo que el sacerdote le había hecho a él. Esa vez que nos robaron las mochilas en Aguascalientes nos quedamos congelados después de correr tras unos vatos que estaban corriendo de la policía, aparentemente no tenía relación con lo que nos robaron. Qué les robaron, qué traían, preguntó mi papá. Traíamos computadora cada uno, ropa, unos zapatos nuevos, maquillaje, todos mis calzones. ¿Trajiste todos tus calzones, todos los que tenías a tu posesión?, preguntó mi prima, aguantándose la risa. Un consejo que siempre me da mi mamá es que lleve calzones de más. Decidí tomar su consejo y agregarle un poco de mi propio ingenio: si me llevo todos, me preocupo todavía menos. Esa noche, después de que entendimos que se habían robado todo eso, nos quedamos congelados frente a la patrulla. Mi tía agarró las llaves de su coche, gritó y las aventó contra la calle. Aguascalientes ya no es seguro, pensó. Me acordé de cuando me senté enfrente de su casa, viendo el atardecer, las flores del campo en el parque en el que una vez nos caímos todos, primo tras primo hasta derribar a María, la madre de mi tía, mi abuela. Mi abuela una vez me contó que sus lagrimales se bloquearon de tanto que se aguantaba el llanto. Dice que fue a pedirle a María, la virgen, que le regresara el llanto. El llanto como milagro, me lo hizo entender, dentro de la doctrina de la culpa que se vuelve en la doctrina del silencio. A veces pienso, de manera muy romántica, que mi tía es las flores que veo en el campo y me lo permito, como si estuviera leyendo un libro pero no muy triste, sino un libro que me abraza y me dice: está bien, aquí podemos llorar.
LA AUTORA
Sara Martínez. Nunca sabe como nombrarse, pero le parece que es escritora, porque la compulsión de escribir es más fuerte que cualquier otra. Por ahora. Está escribiendo una serie de ensayos sobre tecnología(s) y explorando el mismo tema en diferentes medios (performance, net art).
Qué bonito texto, Sara.
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Sara: tu luz hace eco. Tus letras, milagros de sonrisa y llanto.
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