Algunas notas e imágenes sobre la casa

Érika Vitela

I.

La literatura está llena de ejemplos del héroe que parte a vivir aventuras mientras la mujer lo espera en casa. Sus hazañas, los peligros que enfrentan y sus victorias son descritas con detalle. La casa, para ellos, es lo contrario a crecer, a convertirse en hombres. Tienen que partir para encontrarse, quedarse sería no cumplir con su destino. Al relato de la espera en casa, apenas se le presta atención, de este poco se habla (salvo casos contados, como Penélope). ¿En qué se convierten ellas mientras se quedan en casa?

Lo doméstico en la literatura y en el arte empezó a tomar un lugar cuando las mujeres empezaron a narrar sus mundos, con gran frecuencia ligados a la casa.  

La Historia, en su propia historia, no tiene mucho que empezó a prestar atención al espacio doméstico. Hasta apenas el siglo XX dejó de enfocarse en guerras y relatos heroicos, protagonizados en su gran mayoría por hombres. La vida privada y lo doméstico empezó a llamar su atención y se preguntó qué hacen esas personas que se quedan en casa mientras el espacio público es ocupado por los hombres. 

Lo doméstico no es lo mismo para nosotras que para ellos. Aunque sean las mismas paredes, las mismas ventanas, puertas y muebles, la relación con la casa no es la misma. El espacio se vive de diferentes maneras. Esto va desde la violencia doméstica, cuyas víctimas en su mayoría son mujeres y niñas, hasta las tareas de limpieza, orden, preparación de los alimentos y cuidado de las crías y las personas enfermas, cuando las hay. 

¿Cuántas veces los hombres hablan entre ellos acerca del cuidado y limpieza de la casa? Aquí no me refiero a si lavan los trastes o si tienden la ropa: hablo de lo menos visible, lo que no notan porque normalmente alguien más lo hace, como limpiar el cajón de los cubiertos, ordenar los manteles, recordar que hace falta comprar azúcar o detergente para la ropa, guardar los sobrantes de comida, enjuagar con vehemencia los trapos para que no huelan mal, limpiar la mesa después de comer, o la estufa o el suelo de la cocina después de cocinar. Las mujeres solemos hacerlo de manera automática porque a muchas de nosotras nos enseñaron de niñas que era nuestra obligación. Hemos pasado años socializando e intercambiando el conocimiento doméstico; yo lo hago con muchas de mis amigas y ellas, a su vez, con otras amigas, sus hermanas, tías, madres, abuelas. 

En este contexto patriarcal, en el que a las mujeres se nos asocia con lo doméstico y sus obligaciones, la relación de nosotras con la casa no se reduce a eso sino que es compleja y multidimensional. La casa puede ser un verdadero infierno y, simultáneamente, ha sido un espacio de agencia y autoconocimiento del que no se ha hablado lo suficiente. 

Este aspecto es el que ahora me interesa.

II.

Tiene tiempo ya que empecé a interesarme en la casa como un lugar de autoconocimiento y encuentro personal. Justo se derivó de mi primera experiencia viviendo sola, que vino tras mi divorcio. Me casé muy joven y antes de ello había vivido toda mi vida con mis padres. Así que había pasado de un lugar al que daba cuenta de mis actos a otro. Aunque en ambos casos fueron espacios amorosos y de mucho afecto, en los dos yo hacía un esfuerzo —sin ser completamente consciente de ello, pero sin ignorarlo— por cumplir con los roles asignados, primero de hija, luego de esposa. Recuerdo que el reflexionar en ello me generó las dudas, y el deseo de descubrir sus respuestas que me empujaron, entre otras razones, a decidirme por el divorcio: ¿cómo sería yo si no fuera una hija o una esposa?, ¿cómo tomaría decisiones si no tuviera que dar cuenta de a dónde voy, con quién, de si paso todo el día en cama o si no lavo los trastes, de lo que gasto? ¿cómo sería esa/mi vida?

Después del divorcio, vinieron varios meses de inmensa tristeza. En ellos no viví sola, dos de mis más queridas amigas me acogieron en sus casas. Ambas me ayudaron a sobrellevarlos. En sendos casos, sus casas eran la materialización de sus cálidos corazones.

Me mudé a un departamento para mí sola en la Narvarte un año después de haber dejado la casa en la que viví con mi exmarido. Cuando por fin lo hice, cuando por fin empecé a vivir sola, fue tanta la libertad que sentí, tan nueva y tan poco conocida, que a veces no tenía idea de qué hacer con ella, se desbordaba de mis manos. La casa era un refugio y me abrigaba, pero no solo eso, también me validaba. El poder de decisión sobre todos sus rincones y objetos era la proyección del poder de decisión que tanto había buscado para mí y apenas empezaba a conocer. Estar sola en mi casa me dio tranquilidad, espacio y agencia. Iba, venía, salía, entraba, me quedaba fines de semana enteros en cama. Hacía reuniones, me visitaban mis amigas, amigos, familia, amantes. Llegaba tarde, no llegaba. Cocinaba, no cocinaba. En fin… aún ahora, el recuerdo de esos días desata en mí una nostalgia eufórica. 

Sin embargo, no todo el tiempo fue así, por momentos también me consumía. Me ahogaba. La memoria y los recuerdos no tardaron en reclamar su sitio, no estaban dispuestos a ceder, a desvanecerse. Así mismo, las dudas sobre mis decisiones, la incertidumbre por el futuro, las subidas y bajadas en mi economía, etc. me hacían sentir ansiedad. 

Empecé a evitar salir todo lo que me fuera posible y así me mantuve varios años. Solo salía a dar algunas clases pero la mayoría de mis trabajos eran desde casa. Me quedaba y me dedicaba, la mayor parte del tiempo, obsesivamente, a tomar fotos de la casa. De los rincones, los muebles, las paredes, los sobrantes de comida, los trastes, etc. Si cocinaba, si limpiaba, si me recostaba, si me bañaba. También retrataba partes de mi cuerpo. En fin, todo lo que fuera visible.

Luego, esto incrementó paulatinamente hasta que llegó a ser demasiado; enfermizo, tal vez. Tomar la foto de una planta, de una cubeta con agua o de mi mano a veces me tomaba días en los cuales me recluía y no contestaba llamadas ni mensajes, e inventaba excusas para evitar asistir a compromisos sociales. Solo quería estar encerrada en casa tomando fotos. Las imágenes eran principalmente acercamientos abstractos. No me inquietaba que no tuvieran sentido, ni que no representaran documentalmente la cosa o el momento retratado. Más que el resultado fotográfico, me interesaba simplemente la posibilidad de y el ejercicio de. 

Con el tiempo, dejé de hacerlo. 

Nunca supe bien por qué lo hacía. Ahora tampoco lo sé, supongo que fueron varias razones, aunque ahora creo que fue principalmente miedo. Miedo al paso del tiempo, a confrontar mis decisiones, y más que nada, a salir, a estar afuera, a estar expuesta; a ser lastimada, tanto física como emocionalmente. Después de mi divorcio, la mayoría de las experiencias románticas fueron un desastre; me enfrenté a un mundo al que no había estado preparada pues mi exesposo también había sido mi primer novio. No conocía las reglas del juego y aprenderlas, en varias ocasiones, me dejó muy herida. Por otro lado, la conciencia acerca de la violencia sistemática perpetuada hacia los cuerpos de las mujeres muchas veces me hacía sentir un temor intenso de estar en la calle. No es que antes no lo sintiera o no me interesara, pero ahora, “como mujer sola”, —como mi mamá con frecuencia se refería a “mi situación”—, estaba mucho más alerta; temía salir y no volver a casa, y que por días nadie lo notara. 

Creo que estar en casa y tener la sensación de control sobre cada cosa, y las imágenes de esa cosa, me ayudaba a contrarrestar esos miedos. 

De igual manera, o al menos ahora así también lo pienso, además del miedo al afuera, el quedarme en casa tanto tiempo y el tomar fotografías, mirarlas, organizarlas y ver mi cuerpo en ellas era una forma de explorarme; como se hace con una casa nueva y desconocida. Una forma de recorrer sus (mis) habitaciones, de organizarme a mí misma, como se organizan los armarios, la caja de herramientas o el bote de hilos. Abrir sus (mis) ventanas, mirar lo que hay del otro lado, cerrar puertas; levantar mi piel como se levanta una alfombra y descubrir lo oculto. Es decir, hacer de la casa un espejo para encontrar mi reflejo y mirarme. Un intento por conocerme, por descubrir cómo soy ante el tedio, el asombro, el autocuidado, la sobrevivencia y la vulnerabilidad; sin las etiquetas de hija o esposa. Aprender a habitarme con la comodidad que se habita una casa.  

III.

Estas son algunas de las fotografías de entonces. 

4b

Del interior del boiler

1_P_A_IMG_5244_

Del agua en la olla

          De la lámpara en la noche

IMG_4818

De la superficie de mi viejo sartén

4 copy

De otro boiler que prendo y no me meto a bañar

De la maicena diluyéndose en agua

De una tarde de otoño       

IMG_0421

De cadáveres exquisitos

IMG_5633

De la mañana del sábado o de la cubeta con cloro, pinol y otros químicos           

IMG_8668

De las entrañas de una sandía

3_IMG_9726

Del “Congelo frutas porque aún no sé cómo congelar el tiempo”

IMG_0104

De “¿dónde está Érika? ¿alguien ha visto a  Érika?”

IMG_0985 copy

De lo tibio

2.IMG_1361

De lo que hay bajo la piel (del bacalao)

3.IMG_2055

De mi piel, o de “Look, Mom, I reach my left arm!

IMG_0619 (1)

De agosto o la dulzura

De una montaña mágica o del  “Güerca, prepárate la masa para las tortillas”

IMG_0619

De pez en el agua

8_IMG_1278

De “no es que quiera tocar el cielo con las manos”

IMG_3873

Y de un sábado lavando vidrios


LA AUTORA

21204_10151599032529450_321260818_n

Érika Vitela. Fotógrafa, historiadora del arte, traductora y profesora. Entre sus temas de interés se encuentran la relación entre imágenes y texto, lo doméstico, las narrativas autobiográficas y la fotografía vernácula.

   

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s