Atenea Acevedo
Un amigo psiquiatra afirmaba que las relaciones de pareja más vulnerables son aquellas donde el compromiso no se basa en necesidades, sino en el puro placer de estar. Hace veinte años nos embarcamos, F y yo, en el ensayo del gozo sin condicionamientos ni convencionalismos. No tenemos hijos en común, no compartimos las finanzas, dividimos los gastos, nunca nos casamos. En una vida caben muchas vidas y en un vínculo de largo aliento esa verdad se multiplica, no solo por dos. Hubo un tiempo, después de años de habitar cada quien su casa, en que compartimos lo doméstico en un ejercicio largo que acabó en una separación de meses, donde F, por su cuenta, y yo, por la mía, descubrimos en sendas sesiones terapéuticas que el lío no estaba en la organización de la cotidianidad, o no solo, sino en la manera en que el espacio común maquillaba cuánto me drenaba generar la argamasa emocional de la relación mientras F vivía, literalmente, en Disneylandia.
Al cerrar aquel paréntesis, hace ocho años, decidimos no volver a vivir juntos, pero preservar lo que nos une, que no es sino el deseo de seguir caminando de la mano, asumiéndonos como lo que somos: gente en constante cambio. En marzo pasado, ante el inminente encierro, menos jóvenes y más confiados, elegimos resguardarnos en el departamento hoy de F, antes nuestro. Alguna vez habíamos bromeado con la posibilidad de volver a compartir techo, cama y mesa todos los días; en cierta ocasión, ya seriamente, hablamos de que al envejecer seguramente tendríamos que encontrarle la gracia al asunto, así fuera para cuidarnos, inmersos en un sistema empeñado en arrasar con todo. «Al final, el único asidero humano será la capacidad de mirarnos a los ojos», pensaba en mis ratos más bajos. Pero ni F ni yo apresurábamos ese paso. Hasta el día en que, repentinamente, la sombra del aislamiento en la más absoluta soledad aceitó las voluntades y nos arrojó a una rutina que creíamos olvidada, a la coreografía memorizada, en otra vida, para no chocar en la cocina, al respeto incondicional de las manías ajenas, por demás conocidas. La culpa era de la pandemia, no de la vejez ni de la tentación de la falsa cualidad lineal de las relaciones amorosas (¿cuántas veces nos habían preguntado amistades bien intencionadas, después de la ruptura y reconciliación, cuándo dejaríamos de pasar solo los fines de semana juntos, cuándo dejaría mi refugio para mudarme a la que había sido mi casa?).
No imaginábamos las emociones nuevas que nos abrumarían al cabo de apenas dos semanas. La irritabilidad de F por la constancia de mi presencia, la añoranza de los colores y aromas de mi guarida, los altibajos, nunca convergentes, de nuestros estados de ánimo, mi impaciencia ante su carácter impasible, su incomprensión hacia mi tristeza. El duelo, mutuo, de sabernos incapaces de convivir. La alegría, también mutua, de reconocernos en el deseo de preservar nuestra esencia individual sin dejar de acompañarnos. Empacar, otra vez, la ropa y los libros, mi cuaderno de dibujo, el Kindle. Empacar, por una vez, no con el sabor de la derrota, sino con el perfume de la libertad que alimenta los encuentros de fin de semana, la tarde espontánea de café y mimos, el asombro de sentir, aún, la cosquilla de un futuro que se cuece a fuego lento en cada despedida efímera de domingo por la noche.
LA AUTORA
Atenea Acevedo es una loba con alas que hizo nido en la Ciudad de México. Es feminista, mediadora lingüística, viajera con raíces, palabrista y fotógrafa de ocasión. Cada noche se va a la cama con una victoria y una derrota, y cada mañana despierta con un sueño y la furia renovada. Sabedora de que una vida alberga numerosas vidas, se reconoce trashumante, rebelde, acróbata, combatiente y clandestina.