Escribir es cantar en otra frecuencia

Gris Córdova

En la preparatoria hablaba escribía hasta por los codos. Todos los lunes, a la hora del receso, corría emocionada a donde mi profesora de filosofía para mostrarle mis papelillos nuevos:  un bonche de poemitas cursis, sonetos maltrechos, y uno que otro cuento ridículo y ganador de concursos para jóvenes escritores. Escribí tanto, que me conocían más los profesores que no me daban clases que mis compañeros de salón. Hace unos días dije en voz alta por primera vez lo que era una verdad ya muy sabida: escribía porque la pasaba terriblemente sola. 

N: ¿Cómo fue tu relación con la escritura?

G: Pues, eso, escribía porque estaba sola. Fui la hija menor, la única mujer. No tuve amigos. Los pocos que hice fueron mayores que yo y, al graduarse, partían. Escribía porque quería truequear palabras. Leía y escribía porque no entendía cómo entrarle a eso de la cofradía adolescente. O sea, ¿cómo le hacen? Ni idea. Estuve a nada de reprobar algunas materias, pero nadie lo notó. Por eso escribía más. 

Un día de bonanza, mi papá llegó a casa con libros: un diccionario enciclopédico enorme, una enciclopedia sobre materias selectas (anatomía, física, sexualidad), y un paquete de diccionarios Larousse (antónimos, sinónimos, español-inglés). Viví en esos libros hasta que se deshojaron. 

Así empezó todo, con cierto orden. Cúbito, radio, esternón, tibia y peroné, falanges, tarso, carpo, metatarso, metacarpo, metatarsiano, metacarpiano, parietal, occipital, omóplato, clavícula, vértebras cervicales, torácicas, lumbares, sacras, coxis, cresta ilíaca. Palabras que cantaba en mi cabeza. Nunca aprendí de memoria los nombres de todos los huesos, tal como me lo propuse alguna vez, pero lo intenté. Con los músculos ahí sí ya no pude. 

Otros intentos se hicieron, nobles pero estériles, en el campo de la traducción de canciones en inglés (empresa fallida pues, como se me revelaría después, la odisea de trasladar de una lengua a otra implicaba un esfuerzo mayor a ir palabra por palabra), o en el de la genealogía mitológica griega (todas las cuentas cuadraban hasta que aparecía Zeus, el muy cabrón, y mis anotaciones se iban al carajo). 

N: ¿Cómo te defines como escritora?

G: No lo sé. Escribir me duele, porque no pienso en lo que tengo que decir sino en la necesidad imperiosa de encontrar una respuesta distinta al eco. Creo que nadie responderá. Mejor no escribo. Soy la censora real de mí misma y todos los días me digo “vuelva mañana”.  

A las reuniones familiares en la playa siempre acudí acorazada con una revista o un libro. Qué rara, señalaban de a tiro por viaje el hábito peregrino. Rara pero no mala persona, no es mala persona, diría mi mamá. Y pues sí, mi familia, obreros en su mayoría, no veían el uso (a veces yo tampoco se lo veo, la verdad) ni la motivación: teniendo el mar en las narices y entre las manos un sándwich aderezado con arena, quién habría de cargar un montón de escritura que no sirve para nada. Crecí con la idea culposa de que para leer y escribir son necesarios los medios, el tiempo y un carné de legítima emprendedora del ocio. 

(¿Sirve de algo de la literatura? ¿Servicio es la palabra que realmente busco? ¿Mi carné me sirve para hablar de mis dos nacionalidades: la calle y la academia? Maldito y cerdo capitalismo cerdo, pero por favor no le digan a mis empleadores, exprofesores y/o alumnos que dije esto.)

(¿A qué hora leen los obreros? ¿Leer es lo que quieren? ¿De dónde sacamos que la dignidad se mide —si acaso es medible— con textos? Mi mamá come, descansa, camina, se sienta a la mesa, cuida sus plantas y se dedica a sus diligencias con un cuerpo obrero, un cuerpo sin tiempo para el ocio. Y yo acá, ya de adulta, picándome el ombligo y recordando que un día escribí un ripio de poema sobre justicia social. Por favor no le cuenten a Mamá que dije esto.)

En casa escuché el “ya es señorita” de mi mamá al teléfono, pero nunca la palabra vulva. De hecho, no hubo nada, ni un eufemismo: era el vacío, el agujero negro tan gravitacionalmente denso que doblaba y jalaba la luz (y la palabra) hacia su interior hasta hacerla desaparecer. Una entiende, después de mucho, que el nombrar es un oficio cartográfico concedido a muy pocos y que la fenomenología del espíritu, como dice Carla Lonzi, es la fenomenología del espíritu del varón (luego procede, hermosa, a escupirle a Hegel). Así mis credenciales: diplomada autodidacta de los cuerpos no dichos, a escondidas, criminalmente, por la escuela internacional de las escuetas secciones enciclopédicas con dibujitos. 

N: ¿Y qué tal la voz?

G: En un evento voluntario de lectura de poemas en voz alta me paré frente al micrófono. Las palabras se me cayeron hechas nudo al fondo de la garganta. Algunos pasaban esperando escuchar el gran poema rojo, pero mi voz rompió en solemne huelga durante 15 minutos. Amplia experiencia en el oficio del silencio desde 1987.

El día que compré mi primer diario pasaron dos cosas: el velorio de mi abuelo materno y que me rechazaran de la escolta en la primaria. Lloré quedito y a escondidas por lo segundo más que por lo primero, porque pensaba que un bien podría aminorar un mal, pensé que la hazaña podía volverse un “ésta va en tu honor”, un “él estaría orgulloso”. Pero la verdad es que ni nos conocíamos tan bien. 

El diario fue entonces otra cosa. Escribí sobre Abuelo y sobre dos compañeros de quinto grado. Hermano Medio leyó el diario, recopiló los nombres, y los dijo en voz alta en tono meloso cada que aparecía una escena romántica durante la telenovela de las ocho, por varias semanas. Y aunque nadie comprendiera su letanía de nombres ajenos más que yo, un día tuve suficiente y le grité que parara. Me gritó puta, pendeja. Sólo nos mandaron callar porque el capítulo estaba a punto de terminar como terminan todos los capítulos de telenovela: en el absurdo acontecer de la vida absurda que no es la de nosotros.

N: ¿Y qué escribes ahora?

G: He tomado el hábito de hacer listas: títulos de libros, cuentos, novelas y ensayos que no escribiré; nombres de personas a las que pedí un favor y me dijeron sí, sí, sí, pero a la hora de la hora pues siempre no (o nomás no dijeron nada y, pues, una asume cosas); palabras que me dan dentera (véase, por ejemplo, bikini); memorias tristes en las que habité este cuerpo triste y, con él, este mundo tristísimo. Listas en pedacitos, trocitos, obra negra, costillas flotantes, pequeñas islas cuya mayor virtud es permanecer aisladas sin que nadie, con excepción de un tsunami, les quite el sueño.  

Mamá, Papá y Hermano Mayor me cuentan ahora, a la distancia, que Sobrina se parece a mí. Encontraron escondidas unas hojas sueltas un día, membretadas por ella con el lugar común más temido: “Querido diario”. Sobrina sólo deseaba que ya acabara la pandemia para salir a jugar con sus amigos. Escribir el deseo. Se parece a ti, me dicen, lee y escribe en todas partes, se inventa miles de historias, pone en fila todos sus muñecos y les da cátedra (¿De qué? Quién sabe. Ella sola se entiende, dicen), siempre discute, escribe cartas a los abuelos cuando los visita. Se parece mucho a ti. 

(No quiero llorar

pero

mirá de quién te burlaste vos).

La historia de la ballena Whalien 52 me conmueve hasta las lágrimas. Por muchos años, eminentes biólogos marinos con muchos títulos pegados en la pared sostuvieron que no viajaba en manada porque padecía de sordera o no sabía cantar. Luego llegaron a la conclusión de que no estaba sorda y que sí cantaba, pero lo hacía en otra frecuencia. Poco sorprende entonces que le hayan concedido el errado y nada elegante epíteto de “la ballena más sola del mundo”, ignorando perversamente así que ella en realidad viaja consigo misma. 

N: ¿Estamos de acuerdo en que la palabra “resignificar” debería ser desterrada?

G: Estamos de acuerdo en que la palabra “resignificar” debería ser desterrada por horrorosa, extractivista y cobarde, sí.

Hace unos días comprendí que [no] escribo porque [todo] [me] duele [mucho]. Ya, lo dije. Como también digo que tal vez de eso va todo este asunto de volver a los cuidados, verlos con otros ojos y escucharlos con otros oídos, pensar desde allí las estrategias del autocuidado, subirse por fin sobre el lomo de la ballena para saber (como hermosamente dijo N) en qué momento las tripas se volvieron [este] corazón [tan gigante como un cetáceo].


LA AUTORA

GrisC

Gris Córdova (Sonora, 1987) Nómada y sin acento. Docente universitaria con perspectiva de cuidados porque vivo en franco emperramiento contra las pedagogías de la crueldad. Feminista visible dentro y fuera del aula. Imprimieron mal mi título y donde dice Dra. en Literatura debieron poner Hija de Obreros. Librana.

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