Judith Díaz
Un hogar debe ser cálido, al llegar debes respirar profundo y retomar energía para seguir; podrías llegar a recostarte en tu cama y preparar café.
En casa siempre nos enseñaron a ser cuidadosas con las cosas y que la limpieza es muy importante; así que muchas vacaciones de verano nos dedicábamos a hacer limpieza profunda. Para mis padres era común pensar en el qué dirán “¿qué van a decir las visitas de una casa sucia habiendo en ella tantas mujeres?”.
La casa es resultado del trabajo conjunto que mis padres hicieron para construirla, desde el techo de lámina hasta los cimientos de piso. Pero también significa lo que no lograron mantener más: un matrimonio que se convirtió en el juego “A ver quién aguanta más”. Mi padre se fue a vivir una aventura en su crisis de los cuarenta años (aunque en realidad desde hace tiempo ya tenía ganas de irse). Y nosotras, las Blancanieves, nos quedamos en la casa e intentamos avanzar con nuestras vidas, y digo intentamos porque ha sido un proceso complicado.
En cambio, mi madre tuvo un despertar y se deshizo de la jaula donde vivía. Se cansó de limpiar, de administrar, de aguantar las aventuras “de un enanito”. En el proceso fue a parar al hospital y tuvo que usar collarín. Llegó al Ministerio Público para enfrentar el interrogatorio de un hombre que no dejaba de preguntar: “¿Segura que quiere denunciar?”. Piso el CAVI, el Centro de Atención a Víctimas, donde le dijeron que se veía emocionalmente fuerte y que seguramente ella sabría qué hacer, le dieron carpetazo al proceso legal, pero antes vivió en un albergue para mujeres, condicionada para darle seguimiento a las denuncias.
La casa es el desgaste de una relación que fue cada vez más violenta y también el caos sin resolver. Mi padre regresó a tratar de recuperarla y comenzó una nueva construcción dentro de ella. Pero volvió a irse y dejó una obra negra que trajo consigo ratas. Así como espacios abandonados donde ahora se guardan las chácharas; son lugares intocables donde mi papá conserva sus cosas.
Aun así, mis tres hermanas, mis pequeñas sobrinas, mi madre y yo intentamos tener ordenada la casa, limpiar, darle mantenimiento, pero ¿a dónde se pueden llevar tantas cosas? El qué dirán resuena todavía en mi cabeza: ¿Cómo es posible que cinco mujeres y dos niñas no pueden con una simple casa?
Pero también esa mirada crítica cada vez me hace menos sentido puesto que las personas realmente no saben cómo vivimos. Nosotras trabajamos, limpiamos, administramos, ordenamos, cooperamos. La casa se mantiene y nosotras comemos, vestimos, salimos, convivimos, nos reencontramos, nos reconocemos y… sobre todo vivimos.
Paradójicamente, que mi padre se fuera, implicó más carencias económicas, pero también mayor libertad para algunas cosas. A veces viene de visita y tiene frases muy hechas ya, cosas que hemos aprendido de memoria: “Ustedes no merecen esta casa, sólo viven aquí a causa de mi buena fe, no se les olvide que esta casa es mía”. Y ahí están sus cosas y una recámara cerrada con llave que nos recuerda su presencia invisible.
Tenía pocos meses de salir de la universidad cuando en los sismos del 2017 una parte del aplanado de la casa se cayó. En medio de tanta confusión e inestabilidad, me gusta pensar que el sismo me vino a sacudir la vida. Con ello, el mundo idílico con el que soñaba se derrumbó. Nunca volví a ser la misma, para ser sincera, hasta la fecha, no sé dónde empiezo yo, no soy como antes, pero tampoco lamento nada. Después de todo, pude acercar a mi madre al feminismo y así ayudarle a entender las violencias que vivió; que pese a todo no hay decisión de la cual arrepentirse.
Es complicado crecer en un hogar machista, pero probablemente para ese machista debe ser igual de complicado vivir en un hogar rodeado de mujeres rebeldes y nombradas ahora bajo el feminismo.
Para el enanito debe ser difícil también porque ya no es participe de nuestras vidas y siente nuestro rechazo. A veces nos deja entrever ese dolor y ese enojo, pero lo cierto es que se ganó un lugar limitado entre nosotras.
Las feministas señalamos el machismo y yo señalo el de mi padre, pero no significa que no vea sus raíces y que no lo vea a él y a su historia. Aun así, sé que para mí ha sido sano no tenerlo cerca.
Siete Blancanieves y un enanito, siete mujeres que han aprendido a hacerse cargo de su persona porque es importante aprender a hacernos cargo de nuestra vida con todo lo que eso implica y tomar la vida como viene, nunca callar y caminar juntas. Nosotras sí aprendimos. Como en los cuentos, los enanitos no crecen y viven con esa estatura toda su vida. Lástima.
Aunque tampoco es fácil; en mi cabeza, y seguro en la de ellas también, viven algunas creencias: qué merezco, tengo que hacerlo bien, soy lo suficiente para x o y cosa, cuál es mi lugar.
A veces me parece que mi casa ha dejado de ser un hogar. Fue una casa que significó el progreso y terminó en campo de sobrevivencia; una casa que significa también mis lazos estrechos con las seis mujeres de mi vida y a la vez unas cadenas invisibles que acotan mis decisiones y la vida con la que sueño.
Siempre voy a querer a mis padres con sus fallas y sus aciertos porque soy una mujer que se ha encontrado en algunos puntos y porque crecí con el camino que he recorrido. La vida que quiero empieza a partir de que me reconozco a través del feminismo y hoy tengo muchos deseos de construir mi vida sin chácharas, sin ratas y sabiendo que me merezco el mundo.

Reconocernos y reconocer el mundo que merecemos ¡Gracias por recordarme que mis actos en casa y ante mi familia no son “cualquier rebeldía de una loca”, como les llaman.
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