Lorena Oaxaca Barrera
Hoy he estado pensando mucho en mi abuela materna. Mi Tita Chela. De niña, la veía tres o cuatro veces al año. Cuando íbamos a Fresnillo a pasar Navidad y en el verano. A veces iba a visitarnos a México o a cuidarnos si mis papás se iban de viaje. En Fresnillo, la verdad es que apenas le hacía caso. Estaba mucho más emocionada por jugar con mis primos. Eso sí, el tiempo que pasaba con ellos lo dedicaba a ver sus cosas por horas y horas. La verdad es que para describir sus pertenencias no encuentro mejor palabra que «icónicas».
Icónica. Toda ella. Su estilo. Desde que te llamas Marcela y escoges que te digan Chela. Me fascinaba su pelo. Tenía el pelo canoso, entre gris y dorado. Un día estábamos Tita, mi mamá y mis primas en la sala platicando y nos dijo que se le hacía raro que en la casa todos tuviéramos el pelo negro, si ella lo tenía tan güero que cuando paseaba en la plaza, las muchachas le decían: “Ahí va la güera piruja”. Mi mamá casi se va de espaldas. “¿Por qué te decían piruja?”. “Porque creían que mi pelo no era natural, que me lo trataba”, “¿Pero qué tiene que ver piruja?”, “Ay, no, quería decir güera oxigenada”. Lloramos de la risa esa tarde.
Su peinado. No sé de qué época era, pero definitivamente no de la nuestra. No conozco a nadie más que se peine así. Hay señoras que se hacen algo parecido, pero nunca tan alto.
Tres veces por semana iba al salón de belleza a peinarse. Se hacía un crepé enorme. Era como entre un nido, un huevo y la novia de Frankenstein. Fascinante. Mis primos y yo siempre nos preguntábamos si alguien había visto a Tita sin su peinado, pero nunca nadie lo hizo. Queríamos saber cómo dormía, cómo se bañaba. Por algo nadie tiene ese peinado, exigía verdadero compromiso y sacrificios.
Su casa también estaba atrapada en otra época. Qué casa. Había una oficina verde: la alfombra era verde, el papel tapiz era verde, un escritorio negro, libreros negros. Me encantaba jugar ahí. Un recibidor rosa. Un baño amarillo. Una sala café con un estampado de suéter de hipster. Otra sala solo para Navidad, mi favorita; era blanca con dorado, tenía unos sillones que se me hacían de la realeza. Yo decía que Tito se sentaba en el sillón del rey y Tita en el de la reina. Había unos cojines como de seda, bordados con hilo dorado y motivos chinos, como grullas y dragones. Había un mueble empotrado de caoba con una colección de palomas. Una mesa chaparrita de mármol con huevos y hongos de cristal. El papel tapiz tenía garigoles de terciopelo, la alfombra era de flores, había un candil dorado con cristales y otra lámpara en la esquina, arriba de una mesita de un mantel con borlitas que tenía un nacimiento rosa y dorado que era una artesanía. Esa lámpara de la esquina era mi favorita. Tenía piedras de colores incrustadas. Si la prendías la sala se llenaba de destellos brillantes y nosotros le dábamos vueltas para que pareciera que estábamos en una disco. Más grandes teníamos el chiste de que íbamos a abrir un antro ahí que se llamaría el Tito´s Perreos House o TPH para los cuates.
Para llegar al cuarto de mis abuelos tenías que pasar por un pasillo que tenía cuatro ventanas alargadas que daban a la segunda estancia: una sala de tele con unos sillones cafés llenos de holanes y tapizados con flores. Uno de nuestros juegos favoritos era pretender que estábamos en el drive-thru de McDonald’s y obligarnos a pasar de ventanilla en ventanilla.
La casa debió de ser impresionante en sus buenas épocas, pero a mí me tocó ver el principio de la decadencia y el deterioro total. La sala en lugar de blanca se fue haciendo gris, todo estaba cubierto por una capa de polvo que no había manera de quitar. Los cuartos se fueron clausurando poco a poco. La alfombra de la estancia se infló, como si un pequeño volcán hubiera empezado a crecer en medio de la casa. Ahorita está deshabitada. Probablemente se venda como terreno. Dicen que ya salieron más bolas en el piso, no saben si es gas y un día va a estallar o es un árbol que está echando raíces monstruosas. Ahora hay otro chiste de que la rentaremos como pista de motocross llena de dunas.
Sus cosas. Tenía una pulsera de oro que tenía dos bolitas doradas que se abrían y cerraban para ajustarse a su muñeca. Me encantaba. Siempre cargaba con su cigarrera, de esa tela que es como de lentejuelas negras, que tocas y se sienten suaves, para cerrarse también tenía dos bolitas de metal con las que varias veces me machuqué. Tenía muchas cosas con bolitas que se juntaban; cada vez que encuentro algo que las tenga, me acuerdo de ella.
Cuando iba a México llegaba con una maletita azul de Samsonite que ella llamaba su neceser. Me parecía excesivamente glamuroso traer una maleta aparte nada más para llevar spray para el pelo, perfumes y maquillaje. Cuando murió yo pedí quedarme con él y aquí lo tengo guardado.
Mi Tita era muy miedosa y nerviosa. Creo que le heredé muchos miedos. Ninguna de las dos quisimos manejar. Cuando teníamos doce y diez años nos llevó a mi hermana y a mí a la feria. Estábamos muy emocionadas, veíamos El Martillo, El Ratón Loco, Los Troncos y no sabíamos a cuál subirnos. No nos dejó montarnos en ninguno. Para el único que tuvimos autorización fue el de Los Pulpitos, un carrusel para niños de tres años. Cada vez que pasábamos frente a ella, nos gritaba con los ojos saltados por los nervios: “Agárrense muy duro”. Al final nos compró bolsas y pulseras en los puestitos y la perdonamos.
No tuvo una vida fácil. Aunque apenas alcancé a vislumbrar un pedacito de su existencia, con el paso del tiempo he ido conectando los puntos. Sé que se casó muy grande para su época. Casi cuando iba a cumplir treinta. Antes de eso era maestra. Tengo un vago recuerdo de que una vez me dijo que había sido maestra del papá de Jaime Camil, pero no estoy del todo segura. Conoció a mi abuelo en una mascarada. Se casaron. Tuvieron seis hijos, el último nació cuando ella tenía cuarenta y tres años. Luego uno de los hermanos de Tita Chela murió. Fue un golpe durísimo. Se quedó años deambulando por la casa en sus batas de dubetina, hasta la fecha mi mamá no soporta verlas. La depresión y el cansancio dividieron a sus hijos en dos camadas. Mi mamá pertenece a la primera: las tres estudiaron una carrera y se casaron con “buenos muchachos”. Con la segunda, el desgaste la llevó a refugiarse en el “no me mortifiquen”.
Mi abuelo tuvo una prominente carrera política en el estado. En sus buenos tiempos fue muy reconocido, a donde fueran la gente se desvivía por don Armando y su distinguida esposa. Hasta que, como siempre pasa, dejó de estar arriba. Ya no había ni perro que le ladrara y se empezó a ir para abajo. Después de un rato dejó de trabajar y empezaron los síntomas de Alzheimer. Cuando yo llegué a vivir a Fresnillo, esa era la situación en casa. Mis abuelos se la pasaban el día viendo la tele en su cuarto y ahí íbamos a visitarlos. Siempre me ha dado miedo terminar así, no entiendo por qué no salieron, por qué se quedaron de brazos cruzados a ver cómo su casa y su salud se iban deteriorando. Hasta hoy voy cayendo en cuenta de que no tengo nada que reprocharles. No vinieron a la tierra nada más a ser mis abuelos o los papás de mi madre. Bastantes broncas tuvieron como para que encima yo me ponga a juzgarlos.
Esta semana soñé con ellos. Yo iba camino a una fiesta con mi hermana, discutíamos, nos separábamos y yo me subía al elevador por mi parte. Como no sabía el piso, me iba asomando en cada uno y en una de esas entraba al cuarto de mis abuelos. Me acostaba en su cama, en medio de los dos y nos poníamos a ver la tele. Sin decir nada. Nada más sintiendo un calorcito que me recorría y que me aliviaba.
Desperté y me di cuenta de algo que he estado sintiendo desde que empezó la cuarentena. A veces lo mejor que puedes hacer es sentarte a ver la tele rodeada de tu familia, todos juntos, mientras afuera el mundo se acaba.
LA AUTORA
Lorena escribe en https://depesoligero.wordpress.com/