Agua para chocolate, higos para la ensalada

Paulina Macías

Seguido pienso en todas las cosas que pude haber sido, pero no soy. Pienso más en todas las cosas que quisieron que fuera, pero decidí no ser. El día de hoy deseé haber nacido hombre o, al menos, deshacerme de los deberes que adjudican en mi contra. Los domingos siempre celebramos algo y el mandato es hacer comida de tres tiempos, cuando menos. Otro mandato es: las mujeres cocinamos, los hombres esperan.

Me gusta mucho cocinar, pero odio hacerlo cuando es una obligación tácita, mandato y justificación de la naturalización de mi género. Un par de manos cocinan y hornean para que cinco bocas coman. Tres tiempos, preparar aperitivos, poner la mesa y verse impecable en el proceso es obligación de una sola persona, mientras que los cuidados a mi abuela enferma le corresponden a la otra mujer de la casa: mi mamá. Cuando no es ella, es alguna de las enfermeras, mujeres también. Las dos personas restantes (claramente hombres) esperan y se quejan de cuánto tarda en estar la comida, forzados a encontrar una actividad para entretenerse. ¡Gracias al dios del fútbol que hoy es final de la Champions! Bienaventurado el hombre que tenga actividad que lo entretenga de la espera de cocción de su comida, bienaventurado el que tiene como deber único ser servido.

Remuevo la pasta, pico higos para la ensalada y preparo una salsa al mismo tiempo. Me parece que los hombres a mi alrededor creen que nací sabiendo cómo hacer un quiche. Con las prisas me quemo el dedo y refuto su teoría. En lo que espero a que el panqué en el horno esponje, lavo los trastes que he usado. La tierra es de quien la trabaja y la limpieza es de quién cocina: cocinar y mantener limpio es un trabajo de tiempo completo. Pienso en lo tardado que es tener una comida lista y en lo fácil que se les hace a las personas que solamente llegan a comerla. Me pregunto si las personas creen que la comida es algo que mágicamente aparece y no un proceso que suele tomar horas, cuidado y planeación; veo la carne molida que se me olvidó descongelar ayer en la noche y pienso en que necesito sumar una nueva agenda para todos los pendientes del hogar.

Lo pongo en perspectiva y me siento en desventaja. Pienso en todos los hombres que están viendo el partido, mientras en la habitación contigua hay una mujer cocinando. ¿A cuántos de ellos les solicitarán su presencia en el horno? Pedir ayuda implicaría, en el mejor de los casos, aceptar las labores culinarias y la espera de instrucciones a seguir; me imagino un tácito «da gracias que te ayudo», acompañado por una palmada de autosuficiencia mental y moral: “soy el hombre ideal porque decidí renunciar al merecido tiempo de ocio”. Y el ocio es una palabra que no existe en el vocabulario femenino.

Probablemente estos individuos soliciten que la mujer tome el papel de líder: «te ayudo, pero divide las tareas. No propongo, solo sigo. Es tu espacio, solo estoy apoyando, ¿dónde recojo mi medalla?». En la misma línea estará el que se escude en que no ayuda porque no le dan el instructivo exacto sobre cómo proceder. Se viene una carga extra para la que ya estaba cocinando: ¡distribuye las tareas, ponte la gorra de capitán y comparte un poco de tu naturalización culinaria!

(¿Pensarán que antes de aprender a gatear ya sabía hornear galletas?)

Habrá hombres que digan que no saben, que están impedidos naturalmente porque no tienen “el sazón”. Reflexiono sobre mi primer recuerdo en una cocina: no tendría mas de cuatro años. Pienso que yo tampoco sabía cómo cocinar, que nací sin noción de cómo prender un horno o usar la olla exprés. Aun así, aprender a distinguir cuando la carne está cocida o el caramelo derretido fue parte importante de mi formación. En el imaginario colectivo, para mí era vital saber qué era el punto de turrón y para mi hermano, no.

(Pienso en otras cosas que separaron nuestra formación. Me pregunto si alguna vez le dijeron que no abriera las piernas al sentarse, si lo regañaron por no ser dulce o por usar botas de combate. Si alguna vez lo sentaron para hablar del “tipo de marido” al que debía aspirar, si únicamente a mí me enseñaron cómo coser, tejer, lavar, trapear, espumar. Me pregunto si le enseñaron cómo cuidar. Seguro a él también le enseñaron que su aspecto físico era fundamental y que siempre tenía que verse radiante, sin importar que estuviera cansado, triste o demás, ¿verdad? Siempre me he preguntado si sabe bordar en punto de cruz.)

Parece que existieron dos escuelas bajo el mismo techo.

Sigo pensando en todas las mujeres que piden ayuda en el quehacer de preparar alimentos. Habrá a quien le digan que están muy ocupados para ayudar. Pienso en que tener otras obligaciones jamás ha sido un impedimento para cumplir las actividades del hogar. Veo la cocina y me abruma lo que tendré que limpiar, pero también los pendientes del trabajo y la escuela que aún no termino y me esperan en mi escritorio.

Ser mujer es esto: tener, al menos, dos trabajos de tiempo completo. Uno por el que te pagan dinero, otro que haces por “amor”. Uno por el que te tuviste que certificar y otro que “naturalmente” surgió de tu condición: los cuidados y el trabajo del hogar son innatos ante los ojos de quien no cuida.

(Me entristece cómo las labores domésticas se profesionalizan y realzan cuando las hacen hombres en la esfera pública: cocinar en la casa es obligación femenina y es lo mínimo a esperar, pero la mayoría de los chefs famosos son hombres ¿Dónde se pierden todas las estrellas Michelin que correspondían a las mujeres?)

Hace mucho calor. Abro la puerta al patio y veo que la perrita no tiene comida. Cuidar implica todas las actividades tendientes al mantenimiento de la vida. Cuidar es una tarea que implica adquirir conciencia sobre la fragilidad y el tiempo que necesita todo lo que nos rodea. Cuidar implica tiempo. Muevo las papas que se cuecen a fuego lento y salgo a limpiar y atender a Nina. Menos mal no tengo hijes, la maternidad es la triple o cuádruple jornada con la que no podría cargar hoy en día, ¿cómo metes tantas vidas en 24 horas?

(Llevo años diciendo que no quiero tener hijes. Me tomó tiempo poner en palabras lo que realmente sentía. Me daría pavor tener una hija y atar mi vida al miedo: a que viva en un país feminicida, a que no regrese, a que la limite la expectativa.)

Dejo el miedo en medio del patio y regreso a la cocina. Apago la estufa y saco el plato principal del horno. Pienso en las mujeres que viven con miedo de no cumplir con el rol que les fue impuesto.

(Otra vez el miedo, ¿cuándo aprendí a vivir con él?)

Pienso en las que no pueden salir y se ven obligadas a repetirse todos los días que esa es la vida que quieren (¿realmente la quieren?). Recuerdo a mi tía Delia y todo el amor que le puso al recetario que tardó años en hacer, la nota que lo acompañó el día que me lo regaló y todo lo que tuvo que pasar para que, hoy día, yo esté replicando una receta fechada en 1982. Me reprendo a mí misma: lo mejor que me ha dado el feminismo es entender que todas las elecciones de vida son valiosas, le agrego un “siempre y cuando la elección sea consciente y auténtica”. No dejo de pensar en qué es realmente una elección entre expectativas y estructuras de poder. Pienso en todas las mujeres que piden ayuda y reciben gritos en respuesta. Pienso que otras reciben cosas peores. Me salen las lágrimas y caen en la pasta (¿qué importa, si al final de cuentas le faltaba sal?). Las enjuago rápido y rehago el chongo que traigo, casi rompo la regla de oro: una mujer siempre debe verse impecable.

Pongo flores al centro de la mesa del comedor y acomodo las servilletas y los cubiertos (¿a todo el mundo le enseñan dónde debe ir la cuchara del postre y la copa de vino blanco?). Acomodo la comida para que todo se vea estético y pongo los aperitivos según el gusto de cada persona (¿me volví tan meticulosa y detallista porque estoy acostumbrada a trabajar extra para que todas se sientan cómodas con detalles imperceptibles? ¿serán imperceptibles para ellas? ¿de dónde viene esa necesidad de cumplir con simetría y estética?).

Nos sentamos las cinco en la mesa. «Qué rico está, no sé cómo le haces», «la salsa está muy picosa». Nadie agradece, seguro no sienten gratitud: no le hice un favor a nadie, solo cumplí con mi rol en la casa. Me gusta mucho cocinar, odio hacerlo cuando es una obligación tácita bajo la premisa del amor: cuando es renunciar a ser persona para ser expectativa. Todos los domingos celebramos algo. Espero que pronto llegue el domingo en que celebre que todas las mujeres que cocinan lo hacen por gusto y cobran sus cuatro jornadas de tiempo completo.


foto pmo

Paulina Macías. Le gusta caminar la ciudad, salir a bailar y descubrir cafés. Nunca dice que no a una copa de vino rosado. Feminista con tres tesis pendientes. Ya se quiere jubilar para pasar el día viendo películas.

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