Lorena Rojas
Desde que tengo memoria, mamá tiene cicatrices en los brazos. Una media sonrisa en su antebrazo a la altura del codo. A veces son rojas o rosadas, otras más bien oscuras, cafés como la bebida en su taza, menguando poco a poco hasta casi desaparecer.
Un par de años antes que yo naciera, mamá ya trabajaba sin parar en la cocina. Ella y mi padre decidieron un buen día que lo mejor era mudarse, dejar su trabajo (el de él) y poner un restaurante aunque nunca antes se hubieran dedicado a ello.
La vida siempre fue así. Mis hermanos y yo crecimos entre las mesas del salón principal y la cocina, comiendo a cada rato una porción de esto y aquello, el olor a caldo de camarón flotando en el aire. Los sábados eran mi día favorito porque el negocio cerraba, era día libre para ir al parque o al cine. El peor —para una niña que no comprendía la importancia de aquello— era el domingo porque el restaurante se atiborraba de gente que tenía sus días libres mientras el nuestro era un caos. Eso lo aprendimos bien: “Cuando otros festejan, nosotros trabajamos”; día de las madres y cumpleaños, día del padre y de la independencia, cuando era día de fiesta había que estar listos para recibir comensales.
Mamá cocina delicioso, los pescados y mariscos son su especialidad, así que la gente acudía y sabíamos que lo primero era ser amables, llevar su comida a tiempo, con premura pero con mucho cuidado. Parece contradictorio, pero se vuelve esencial ser veloz. Todo en la cocina es una sinfonía, a veces más bien un jazz; rápido, estudiado pero muy necesariamente improvisado. Mamá es veloz, precisa, un descuido de pronto y lo resuelve rápido, cuidadosamente. Creo que mal-aprendí eso y me llevó a ser más bien desesperada, perfeccionista pero impaciente, una suerte de remedo que desarrolló el mal humor pero no el talento.
Lo que aprendí bien fue cuánto amor puede esconder un platillo hecho en casa —porque el restaurante siempre fue nuestra casa—, los hervores de un caldo puesto al fuego desde el amanecer mientras los niños duermen todavía, los manteles de cada mesa lavados la noche anterior y las tostadas friéndose en lo que está listo todo para abrir.
Una cadena de cuidados para que un plato llegue sano y salvo a la mesa, para que la gente coma y se sienta contenta, para que se vayan satisfechos, dejen propina y sea un buen día para todos. Una cadena de cuidados que no termina, que sigue en la trastienda donde los niños requieren otra cadena igual o más exigente.
Cuando crecía me repetía a mí misma que no me dedicaría a cocinar, que era desgastante. Pasé la adolescencia sin hacer siquiera la carlota del taller de cocina en la secundaria, pero a la vez sorprendida al ir conociendo gente adulta que no era capaz de alimentarse a sí misma o de usar la estufa. Para nosotros era natural, mis hermanos y yo sabíamos hacerlo perfectamente; sin embargo, me sentía harta sin siquiera haberme dedicado a ello en carne propia, otra reacción en cadena.
A esas alturas, mi hermano mayor ya cocinaba. El siguió ese camino desde joven como extensión de unos cuidados heredados y aprendidos de corazón: cocinar es cuidar, tanto al platillo y al proceso como al comensal, pero en nuestra familia cocinar era también cuidarnos a nosotros y asegurar nuestra comida en la mesa.
Las cicatrices en los brazos se sonríen entre ellas. Nacieron de meter algo al horno, de menear las ollas altas y rozar sin querer una de sus paredes, de ir con prisa entre las freidoras para sacar las papas a tiempo. Cicatrices de evitar errores, de menguar el hambre y el mal humor que con ella se acrecienta. Cicatrices de cuidar.
Con el tiempo y los kilómetros de por medio, me di cuenta de la herencia del ritmo. No me gustaba la cocina pero aun así siempre me dio curiosidad y siempre, siempre, traía la preocupación de servir a tiempo, de no tardar pero presentar bonito aunque fuera sólo algo sencillo que comer en casa. De leer recetas cuando algo en especial se antojaba y sacarlas desde cero aunque nunca antes lo hubiera hecho. Le llamo “ritmo” a esa prisa, a ese desliz por un piso que apenas y me conocía porque antes todo era microondas; le llamo ritmo pero le podría decir cuidado o mal humor, que crece cuando hay un error que lo arruina todo o un alguien que tarda en sentarse a la mesa cuando el plato está servido. O cuando, sin querer, mi brazo toca ese borde caliente que dibujará la media sonrisa que, ahora pienso, es mi sino.
Cicatrices en los brazos por sacar de horno, por hacer lo que pensé que no haría pero que me persiguió hasta encontrarme y que me ha enseñado a disfrutar y hallar el ritmo.
Cocinar para cuidarnos, para hablarnos y compartirnos, de cierto modo, es un lenguaje que a todos nos habla. Cocinamos y nos cuidamos, cocinamos y recordamos, yo recuerdo: las recetas de postres de mi abuela, los consejos prácticos de mi madre y sus medidas —puños, pizcas, chorritos, palmas— y la ligereza de mi hermano que no se preocupa, sólo cocina e improvisa, que al final para eso estamos.
Lorena Rojas (Cerritos, SLP, 1992). Estudió Lengua y Literatura en la UASLP. Se ha dedicado a corregir, editar y redactar textos para distintas revistas y medios digitales, así como a leer y difundir autoras más por gusto que por trabajo. Es feminista de las que se pelean y escribe cuentos y monólogos teatrales. Recién abrió—junto a su esposo— en un pueblo mágico de Tamaulipas su Cafebrería Ítaca, donde ahora lee y hace postres. No es buena cuidadora ni repostera, pero le está echando ganas.