Casa Cuerpo

Ana Calderón

*Se recomienda escuchar «Carta» de Silvana Estrada mientras se lee este texto. 

Azotea o preámbulo

Durante años fui un cerebro en un frasco.

Si cerraba los ojos podía asegurar que el resto de mi cuerpo no existía y lo único que importaba era la voz dentro de mi cabeza. 

Alguna vez leí que la voz con la que pensamos nunca puede subir o bajar de volumen, aquel día intenté susurrarme alguna verdad o gritarme algún secreto. No lo logré. 

Los frascos no tienen estrías, pelos, zonas más oscuras, riñas hormonales. No se les exige ser tersos y estéticos.

Nadie se enamora a primera vista de los cerebros en un frasco: muestran quienes son a través de las ideas, te obligan a entablar una conversación para conocerlos. Esto es conveniente cuando la mirada ajena busca idealizar al sujeto del deseo sin escucharlo, sin entender el mar de complejidades en el que flota.

Un día dejé de ignorar mi piel y sus sentires. No podía seguir negando el cuerpo que me contiene, tenía que aprender a escucharlo. Necesitaba salir del frasco: mirarme en el espejo, fotografiarme, acariciarme… reconocer mi piel y habitarla.

Aquí una breve cartografía de mis descubrimientos: 

Zona 1: Mi cabeza fuera de un frasco. 

Una de las funciones más importantes de esta zona es mantener viva la compleja labor cotidiana de transformar la forma en la que veo, entiendo y habito el mundo. Para esto, cuento con un artefacto importante, una herramienta vital de supervivencia: mis lentes.

En un principio, cumplían la función de una cortina, haciendo pasar desapercibidas mi nariz, granos, cejas o cualquiera de las cosas que alguna vez fue señalada de forma invasiva. Ahora los siento como un personaje importante dentro del conjunto de líneas y formas que integran mi rostro.

Quisiera hacer un agradecimiento especial y al mismo tiempo pedirle una sincera disculpa a otro actor fundamental de esta zona: mis orejas. Han aguantado un sin fin de conciertos, bocinas en el baño, audífonos, y eventos que estoy segura podrían catalogarse como un exceso. En conjunto con mi boca forman un gran equipo para ser la entrada y salida de emociones, discursos, ideas, conversaciones importantes e incómodas, así como de “te quieros”, y besos que provocan que el resto de mi cuerpo despierte. 

Zona 2: Áreas comunes, de hombros a ombligo. 

Esta parte guarda una de las tareas más importantes para la supervivencia de cualquier persona; dar y recibir abrazos, caricias, y cualquier expresión de cariño a través del tacto. Las manos son extensiones físicas de nuestras emociones, estas pueden escalar la piel, convertir las heridas en distancia, y abrir y cerrar historias como un par de puertas. A veces hay que confiar más en ellas que en las palabras. 

Ésta es un área donde se guarda huella de las visitas. Algunas momentáneas, dolorosas, ruidosas, otras más silenciosas, cálidas, y prolongadas. Es, en fin, la sala del cuerpo. Estos vestigios pueden ser cuadros, despedidas, plantas, palabras, sillones, insultos, lámparas, consejos, heridas, reliquias…

A veces hay que darle una limpieza profunda ya que las repisas pueden padecer una sobrepoblación de entes estorbosos, guardando sólo lo que nos parezca necesario para abrazar quienes fuimos, somos y queremos ser. Estas remodelaciones no podrían llevarse a cabo sin uno de los artefactos de cambio más importantes: la vulnerabilidad. 

Zona 3: Zona de conflicto, del abdomen a las puntas de los pies. 

Este es el almacén de muchas cicatrices de guerra: la huella de un rastrillo con el que me abrí la pierna a los 10 años, largas estrías que recorren mis glúteos, caderas y muslos manifestando jalones de una adolescencia prolongada, así como algunos rastros de caídas y cicatrices de mosquitos feroces. 

Aunque esta zona ha sido históricamente conflictiva, podría describirla como la cocina que le brinda equilibrio al resto del cuerpo. Una que otra explosión de boiler o fallas técnicas en los electrodomésticos no le quita su importancia. En el vientre he cocinado varias cosas, más allá de un ciclo turbulentamente irregular: por ahí han pasado orgasmos, enojos, enamoramientos, frustraciones y señales de alerta indicando que debo soltar e irme. Aprendí que su voz es igual de importante que la de zonas más al norte, y que tengo la capacidad de abrazar con ella.

Esta cartografía es una sincera confesión: hoy en día sigo sin poder subir el volumen de la voz con la que suenan mis pensamientos, pero logré sacarme del frasco; multiplicando las voces que habitan y nombran mi cuerpo y con esto hacer de mi piel un hogar.

Estas palabras son un pequeño mosaico de pensamientos individuales y colectivos de más mujeres que, palabra por palabra, abrazo por abrazo hemos dejado el frasco en un estante y aprendimos a sentir(nos).

Ana Calderón

Investiga, analiza y redacta sobre temas de espacio, género, política y emociones. Elabora mapas, consultorías, talleres, y campañas sociales. Construyo desde Zines por Morrras. 

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