Parábola de las casas

Indra Cano

Por supuesto que Virginia Woolf no podía brindarnos todas las respuestas. Ella nos dijo: necesitamos una habitación propia; sí, ¿pero qué significaba eso?, ¿a qué se refería con exactitud?, ¿a un espacio físico, a uno mental?, ¿ambos?; peor aún, no dejó instructivo para conseguir una. 

En el resquicio de la duda podemos afirmar que una habitación pertenece a un sistema más grande, una casa, eso es obvio, arquitectura básica. Aunque lo anterior no traza ningún camino con certezas, conceptos, o pasos a seguir; quizás el punto de partida es preguntarnos ¿qué es una casa?

Desde la erudición diría: mi casa es el lenguaje. Son los libros que eventualmente leo, los garabatos e ideas inconclusas del cuaderno de notas, las palabras que guardo, las que recolecto de las personas que charlan en el autobús o por la calle, uno que otro chisme que conservo, los mensajes que guardo como destacados en Whatsapp, las listas del súper… Y aún así volveríamos a la incógnita, ¿qué es lo que hace que una casa sea una casa? 

***

Sinceramente no me gustaba, de hecho, me avergonzaba. No existía otra cosa en el mundo que detestara tanto como escuchar a la gente llamándola «vecindad». Lo negaba a como diera lugar e intentaba hacerle ver a esa gente que no lo era, porque en la misma empedrada en la que yo vivía había visto una verdadera vecindad y la nuestra no era así. En realidad, recordaba el día que, de camino a la escuela, había visto de reojo a un niño usar una bacinica en pleno patio, mientras que unas señoras tendían la ropa a medio pasillo; nosotros no hacíamos eso. Además, es imposible no mencionar La vecindad del Chavo, vecindad por antonomasia, donde todos hablaban y sabían de la vida de todos, en mi caso, ni sabía a ciencia cierta quiénes eran mis vecinos. ¿Que había muchos cuartos? Sí. ¿Que mi mamá tendía la ropa en un patio común? Es cierto. Pero nunca usé bacinica, y nunca intercambié palabra con alguien más. Estaban mal. Yo no podía vivir en una vecindad. 

Todo el tiempo fingía vivir en otras casas. Me adueñaba mentalmente de los espacios que visitaba, que veía en revistas, libros, películas, reality shows como Extreme makeover en donde, con magia de televisión, tu casa sufría una metamorfosis que la convertía en una de revista, gracias a un equipo de diseñadores y constructores que trabajaban durante una semana o, simplemente, aquellas casas que veía en la calle; quería vivir en cualquier casa menos en la mía. 

Desde los siete años comencé a caminar sola de la casa a la primaria y de la primaria a la casa; mis andadas consistían en criticar fachadas y elegir la más bonita para vivir allí. Cuando me apetecía vivir en un departamento, imaginaba cómo se distribuían las habitaciones en aquel edificio gris de cinco pisos con protecciones y rejas azuladas que se encontraba a unas cuantas casas de la mía. En otras, cuando lo que buscaba era tener un jardín bonito, escogía una casa de fachada lila con grandes balcones que estaba casi al final de la empedrada. 

Miro y conservo casas bellas o interesantes:

La de la avenida 20 de noviembre.

La que está en la avenida Ávila Camacho.

La que está frente a la carpa de antojitos que se pone los sábados en la colonia.

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Después de un par de mudanzas, creo que la casa actual es la mejor, pero he llegado al punto de volverla impersonal. La última mudanza nos traumó, teníamos tantas cosas sin saber de su existencia que terminamos regalando y donando media casa a los pepenadores de la colonia. 

Quizás por eso mi mamá halló una nueva obsesión en los contenedores de plástico que venden en Walmart. Contamos, entre risas y asombro, quince en total. No hay habitación de la casa que no tenga. Son muy prácticos, tienen tapa para que no entre el polvo, argumenta. Pienso que es un mecanismo para no aferrarse a la casa, porque sabemos que, si la renta sube nos iremos. El único afecto que le tenemos se debe a la cochera, porque permite que el aparato de ejercicios —la bicicleta escaladora— se quede allí y no ande estorbando adentro; igual el piso, la losa es lo único a lo que nos aferramos.

Quién sabe cuándo ocurra, mientras tanto pienso que no tengo una casa donde anclarme. En el futuro, ¿tendré ese momento de “volver a la casa materna” cuando ya no viva aquí?, ¿cuál será la casa de mi madre?, ¿seguirá rentando de por vida?, ¿yo tendré una casa?

***

En algún momento de mi vida virtual se atravesó un artículo del portal de la BBC que daba cuenta de las fotos aéreas de casas de interés social, Paraísos siniestros, de Jorge Taboada. Noté que se compartía entre varios de mis contactos de Facebook acompañado de los acostumbrados comentarios que sostienen un tono crítico y justiciero. 

Lo que me generó conflicto —risa, he de admitir— era el hecho de saber que, la mayoría de esos contactos vivían en las casas del centro histórico de la ciudad, aquellas que, para habitarlas se necesita de un buen ingreso, porque poseen rentas altas al habitar una zona de demanda y flujo, o figurar dentro de la herencia de familias adineradas porque en realidad son casonas-reliquia. Esta idea rebotó durante mucho tiempo en mi cabeza hasta que descubrí que muy en el fondo me obligaba a pensar en mis casas.

Primero, no entiendo, no soy capaz de adentrarme en el esquema emocional o propaganda que las películas gringas se han encargado de diluir en nuestro imaginario colectivo donde familias se maravillan por objetos de valor que creían perdidos, pero que en realidad llevaban una década arrumbados debajo de la escalera o en lo alto de un gran librero, o hasta el fondo de un armario. 

A mí, en cambio, me gusta creer que mis Polly Pocket, la colección de DVD de las películas de Barbie y las temporadas de Hannah Montana se hallan en un cajón de mi habitación; confío en que están escondidos en un mueble del patio, o en alguno de los contenedores, aunque sé, internamente, que si bien les fue terminaron en algún bazar o como monedas con las que alguien comió. Aunque existen indicios de que se perdieron durante una de las mudanzas. Muchos de mis objetos de la primera casa me persiguen, tengo con ellos una relación fantasmal. 

Segundo, ¿yo tendré una casa?, ¿voy a rentarla o a construirla? Un terreno me parece mucha responsabilidad. A veces, pienso que mi salario apenas y podrá pagar una renta,  ¿y el mantenimiento a la casa? Ahora entiendo por qué, desde que llegó el internet a mi vida, disfruté tanto decorar casas en juegosdechicas.com: un click y se expandía un catálogo de sillones, juegos de recámaras, alfombras, cojines, plantas, hasta perillas, otro click —impulsado por el buen gusto que se tiene a los diez años— y la habitación virtual lucía de revista. Gracias a ello, en algún momento quise ser diseñadora de interiores, pero eso cambió en cuanto supe que primero debía estudiar arquitectura, es decir, matemáticas, es decir, física, es decir, dibujo técnico; en resumen, exactitud y cálculos. Desde ese momento, lo más cerca que he estado de la arquitectura es haciendo un tablero en Pinterest de la casa de mis sueños. Presumo, igual que mi abuela, el comedor, las sillas, los tocadores, las puertas, hasta los marcos hechos de roble, del bueno, del de antes; tal comedor es testigo de los chismes que salen de mis amigas en cada visita. Mi casa tiene gatos y una bugambilia que se desborda en la entrada; tiene plantas que se adaptan a la gente anti-plantas, o chafa para las plantas. Tiene un jardín que se mantiene bajo los consejos de cuidado de mi abuela y de mi madre. Tiene libros y un escritorio con lámpara que ayuda a que las letras lleguen hasta mi vista. Tiene una esquina volátil del desorden que, sin importar cuál sea su lugar del ahora, siempre llama de inmediato la atención de mi madre cada vez que visita la casa. Mi casa la amueblé con todo y la silla-cerro de ropa sin guardar en mi habitación. En el fregadero se ven las tazas de café de la mañana, y de la tarde, y de la noche. En la cocina se guarda lo suficiente para hacer los tres guisos que me salen bien. En las paredes de la sala están las fotos que imprimí y enmarqué para aquella exposición que me rechazaron; las fotos que les robo a cada miembro de mi familia y las que venían en libros de viejo que compré para la universidad, reposan sobre la mesa de centro. Y por qué no, es una casa en la que el gas, el jabón, el papel de baño, el café, la pasta de dientes, la leche y el aceite son inagotables.

***

¿Qué es lo que hace que una casa sea una casa? Aún no lo sé. No he aprendido a estar en ellas. Siempre he querido huir de todas. Pero de momento, no he encontrado más casa o habitación propia que mi memoria.

Indra Cano

(Xalapa, 2001). Estudiante de Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Veracruzana. Habla y escribe hasta por los codos. Piensa mucho sobre los conflictos ético-estéticos en la literatura, y en los pelos de sus gatos.

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