Pia Vinageras
Antes de dormirme me tiro en la cama, boca arriba, como me enseñaron en la escuela. Relajo la cabeza, permito que mis manos se acomoden a los costados de mi cuerpo y abro mis pies en un compás que coincide con la distancia entre mis hombros.
Cierro los ojos, pero me es imposible relajarme.
De pronto todo el silencio del mundo aparece y despiertan mis ruidos. Dentro de mi cuerpo siento una orquesta, que es más bien una colonia, que es más bien un barrio, que es más bien una vecindad.
Tengo una casa en mi cabeza, bueno, es más bien un castillo con un millón novecientas-siete mil noventa y cinco puertas. Al abrir una puerta, otra aparece, y si abres esa, se abre otra, y luego otra, y otra, y otra… En mis andares de entradas y salidas me pierdo en el sueño de encontrar una puerta que me lleve al mar.
En la parte superior de mi cuerpo, justo al centro, tengo una casa. La puerta se encuentra entre mis dos pechos. Aún no encuentro la puerta, sospecho que tendré que tumbar un muro para poder abrirla. Las ventanas se encuentran en mis hombros. Abren y cierran con dificultad, por eso no me puedo enderezar, no tan fácilmente. He aprendido que cuando hago ejercicio las bisagras se aceitan, mi pecho se abre y en ocasiones me pongo a llorar, me brotan carcajadas inmensas y en otras pocas se me olvida cómo hablar.
Tengo una casa, cocina, garage, bodega, balcón, patio, riachuelo, tengo una casa destino partida en dos manos y diez dedos. Aquí todo pierde su nombre porque no hay puertas, ni ventanas, en estas casas las cosas se encuentran, se arman, se mueven. Mi casa de alegrías está adornada con líneas que cambian según los secretos del mundo.
Tengo una casa en el estómago, de raíces viejas y enmarañadas. Sospecho que todo comenzó el día en que me tragué la semilla de una sandía. Mi mamá me dijo ten cuidado con lo que comes, me quitó el cuernito de chocolate que estaba disfrutando mucho y me dio una sonrisa muy roja con semillas negras, estás comiendo mucho pan, no quiero que subas de peso. Ese día sentí algo chistoso en mi panza, un retortijón. A partir de esa mañana no había más dulces o cuernitos en la casa; había verduras y de repente había frutas. No había galletas a todas horas, había horarios. No más helado después de la escuela. De un día a otro las cosas que me gustaban ya no eran buenas. Mi mamá me llevó a clases de natación, pero el traje de baño me quedaba chiquito y me sentía muy rara. Los años pasaron, encontraba la manera de escabullirme para comer un pan, dos panes, tres panes o más. Luego sentía un retortijón en la panza, muy parecido a la culpa y al remordimiento. La semilla de sandía que me comí ese día brotó hasta convertirse en una casa donde viven bichitos y bacterias y culpas y miedos y ganas de pan.
Tengo una casa cerca de una selva. Una casa rebelde y florida. Me gusta este patio porque aquí todo es fértil, es aquí donde nace mi placer de estar viva, de amarlo todo como lo amo, y de encontrarme con la posible manija que me lleve a las olas. Tengo muchas casas. Soy una colonia, que es más bien un barrio, que es más bien una vecindad… Soy puertas y ventanas y cocina y patio grande con flores. Soy torres altas, y escaleras enredadas. Soy de madera, de ladrillo, y de concreto. Soy de cimientos profundos. Ninguno de estos terrenos se puede vender o comprar. A veces mis casas tienen fugas, averías, se ensucian muy rápido, o les falta mantenimiento. A veces coinciden y en todas hay sopa calientita y agua de jamaica, y un café listo para cuando termine todo y quiera cerrar mis ojos. Así que antes de dormirme, me tiro en la cama boca arriba como me enseñaron en la escuela. Y una vez que concilio mis casas, concilio el sueño.

Pía escribe, le gusta el teatro y estudió letras inglesas un ratito. Cambia sus muebles de lugar una vez al mes, le gusta tener fruta en la cocina y desayunar rico. Por ahora estudia cine y espera terminar un guión para poder filmarlo pronto.