La casa

Alejandra Esparza

Todo comenzó el día en que me fui de la casa, hace unos once o doce años, aproximadamente. Al menos eso creo yo.

Antes de mi partida creía que la casa funcionaba a la perfección; era como si las habitantes y el inmueble fuéramos una sola unidad. La casa se alimentaba de nosotras y nosotras de ella. Formábamos parte de un mecanismo complejo, cual engranes de un reloj, y mi mamá era la relojera que se encargaba de aceitar y apretar las piezas.

Las áreas comunes de la casa eran hermosas; los colores de las paredes parecía que cobraban vida cuando entraban en contacto con la luz natural. Al ingresar éramos recibidas por un leve aroma, mezcla entre Fabuloso y tierra mojada de las macetas en el jardín.

La casa, como muchas casas, tenía habitaciones; siete en total, una para cada residente, incluidas mi mamá y papá. A diferencia de lo que normalmente sucede, en esa casa el espacio público se extendía desde la calle y cruzaba la puerta del recibidor, invadía la sala, el comedor, el patio, el jardín, la cocina. Lo privado iniciaba en el umbral de las habitaciones, en su interior. Allí las reglas eran impuestas por la dueña del espacio, de manera que ingresar a alguno de los cuartos era adentrarse en un territorio ajeno, pero a la vez familiar; los secretos de cada una permanecían en las paredes y los cajones, algunos a la vista de las visitas, pretendiendo ser invisibles sin lograrlo; aspiraciones y miedos también se alojaban allí.

Cada cuarto guardaba el corazón de su habitante, y yo supongo que ese era el combustible de la casa; esos pocos metros cuadrados donde una podía SER, nos alimentaban para sostener el resto de los espacios públicos, dentro y fuera de la casa. Los corazones de quienes habitábamos el inmueble crecían a la par, latían incluso al mismo ritmo; pero unos años antes de partir, el mío cambió su cadencia.
Comenzó a ensancharse y de repente no cabía más en la habitación que lo albergaba; las paredes lo lastimaban, el simple latir era una agonía. Me preocupé, creí que algo estaba mal conmigo, de modo que le pedí a mi corazón que redujera el ritmo, quizá así volvería al tamaño de los otros corazones que residían en la casa. Funcionó, poco a poco mi corazón fue disminuyendo su volumen, pero también perdía vitalidad. Casi muero.

Pedí ayuda a las otras habitantes, propuse remodelar mi cuarto, quizá tirar una pared para que mi pobre miocardio pudiera funcionar sin llevarme la vida en el intento. Sin embargo, debido a que cada una formábamos parte de un todo, el espacio que debíamos ocupar estaba previamente determinado, por eso la respuesta fue negativa.

Entonces decidí partir para buscar otra casa, un espacio más amplio o, al menos, con paredes flexibles para que mi corazón y el resto de mis órganos pudieran desarrollarse y crecer, y yo pudiera vivir y habitar.

Probé de todo: lugares amplísimos que mi cuerpo no lograba llenar, espacios sin ventanas, donde me sentí sofocada, lugares oscuros, donde mi corazón olvidó que me pertenecía. Pero luego, conocí a personas que me recomendaron construir mi propia casa con materiales cómodos, resistentes y frescos, capaces de amoldarse de acuerdo con mis circunstancias.

Tomé el consejo y lo puse en práctica.


A la par de mi travesía ocurrió lo que temía, debido a la falta de una de sus habitantes, la otra casa comenzó a enfermar. El sol comenzó a comer la pintura de las paredes, la limpieza de todos los días era insuficiente para evitar los nubarrones de polvo en el patio, poco a poco las plantas perdieron su aroma, y una especie de niebla espesa se instaló en el comedor. Mi mamá era la más preocupada por encontrar remedio; al principio creyó que yo era la culpable al haber desmembrado el sistema perfecto de la casa, pero la partida de otras residentes, incluido papá, la hizo entender que la solución iba mucho más allá que responsabilizar a las piezas del reloj.

Resultó que las habitaciones también eran insuficientes para las otras residentes; al guardar tantos secretos, tantos miedos y tantas aspiraciones, sus corazones aumentaron de tamaño; las paredes ásperas y rígidas les produjeron heridas, al punto de que comenzaron a desangrarse.

Luego, al morir papá todos los recuerdos y experiencias que albergaban su corazón fueron heredados al corazón de mi mamá y, como consecuencia, también incrementó su tamaño. No hubo una sola habitación en la casa que pudiera contener a ese gigantesco órgano vital.

Las habitantes decidieron seguir mis consejos; mamá propuso derribar la casa y construirla con materiales flexibles y confortables; las residentes que quisieron continuar habitando ese espacio acudieron con personas expertas para que les ayudaran a diseñar los planos y les recomendaran los mejores materiales de construcción especiales para casas que albergan corazones.

Mi casa sigue en construcción, es una casa mutante, cambia de forma y se amolda según mi cuerpo, según el ritmo de mi corazón; hay paredes que aún son rígidas y lastiman, pero no es nada que una remodelación no pueda solucionarlo.

La otra casa, la de mi mamá y mis hermanas también está en construcción, por ahora el terreno es un espacio abierto, pero lleno de flores sembradas por ellas; en algunas esquinas aún se observan escombros de lo que fue la anterior casa, pero los pájaros comenzaron a hacer nidos sobre ellos. Lo importante es que las paredes no lastiman como lo hacían antes.

Ambas siguen en construcción, y me pregunto ¿verdaderamente, las casas alguna vez llegarán a estar terminadas por completo?

Alejandra Esparza. León, Guanajuato, 1991.
Abogada feminista que intenta luchar contra la desigualdad de género y la escritura «abogadil». Amante del café y los cuentos. Lee más de lo que escribe. Últimamente se interesa en temas relacionados con la importancia del trabajo doméstico y de cuidados.

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