Mónica Rivera
abandoné muchas casas, y a pesar del dolor por su ausencia confieso que no las recuerdo todas. sin embargo sé que fueron mías: en algún momento de mi vida me albergaron a mí, a mi cuerpo, y aunque yo ya no las albergo por completo en mi memoria, guardo sus fragmentos unidos en mosaico: nos habitamos mutuamente; son mías y yo de ellas.
me cambié de casa muchas veces —según yo, aunque quizá no han sido tantas: trece es número de la suerte, de la buena y de la mala. no obstante, ha habido una casa, anónima y espectral, cuyo abandono me atormenta más que el de las otras.
solemos pensar en las casas como cosas inertes, conjuntos de muros, techos, pisos, ventanas y puertas que aguardan la llegada de alguien que las habite. esperan a que las llenemos —o no— de muebles, cosas, plantas, cuadros, ropa, zapatos, comida, personas.
quizá no estén vivas, pero en todas hay algo vivo, o que alguna vez lo estuvo.
hay que mantener la puerta cerrada, así nadie entra y nada sale.
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un vistazo a la literatura gótica muestra que abundan personas con casas atormentadas. ni qué decir de la vida «real». les habitantes conforman la casa.
yo soy el fantasma de esta casa.
me apena decir que se inundó muchas veces con lágrimas gruesas —como las de alicia en el país de las maravillas en la película de disney— que surcaron las habitaciones y descarapelaron las paredes. es bien sabido que las ventanas son los ojos de una casa, y los de esta proyectan una mirada por siempre triste. más aun la humedad residual se movió como una hiedra agresiva, se movió, invisible al principio, por las habitaciones decrépitas y solas, pobladas ya nomás por marcos vacíos en los muros, juegos infantiles, rompecabezas con piezas extraviadas, carteles de palabras olvidadas. las fotografías que pudieron revelar algo sobre ella estaban la mayoría perdidas, otras tantas veladas por el polvo y las gentiles moradas de las arañas. toda la casa estuvo húmeda.
siempre se deja algo atrás, sin importar la edad. las casas abandonadas, de manera irónica, suelen estar llenas. al asomarnos a una casa desconocida clasificamos con una mirada: la condición de las ventanas, paredes, cortinas, muebles y suelo nos indica también la de la casa. no suele entrar quien mira las ventanas rotas, las paredes desgastadas, el suelo lleno de «basura» u objetos que han sido abandonados también –en ocasiones la diferencia entre los términos depende más de nuestros prejuicios personales que de su condición—, ya sea que pertenecieran a la casa o hubieran llegado de alguna manera a refugiarse ahí.
a pesar de esto, hay quienes recorren estas casas sin intención de habitarlas, por el contrario. aquí hubo quienes, al descubrir los húmedos muros que caían al más breve aliento, transitaron la casa sólo para retirarse con la satisfacción que les brindaba causar daño a algo que no reclamaría ni sería reclamado. ¿cómo es que ni siquiera entonces la casa saltó, rebelándose para expulsar a quienes se divertían magullando su piel? la casa ampara y eso hacen las casas, incluso las que casi han olvidado que lo son o las que no fueron diseñadas para serlo —o las que en realidad son personas con forma de casa—. sean objetos o personas quienes la dañan, la casa no los expulsa porque entonces dejaría de ser una casa.
casa-objeto, inhabitada a fin de cuentas, aún se sostiene con todo y sus techos resquebrajados y ventanas rotas.
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inhabitada, o: dícese de un lugar que no se encuentra habitado.
inhabited (inglés): dícese de un lugar que se encuentra habitado.
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según las memorias que esta casa alberga, fue casi desde el comienzo una casa fría. la habitación de su centro, sin embargo, inalcanzable y oculta, desde hace mucho tiempo en llamas, quedó amarilla. muchas otras —la mayoría— quedaron vacías. en esta casa hay muchos cuartos con los que nadie supo qué hacer, cómo amueblar, cómo querer —porque amueblar una casa es quererla, incluso si decidimos no ponerle nada—. ni siquiera yo. las paredes se cernieron sobre sí mismas frente al abandono y la ausencia, y una casa prefiere subvertir su naturaleza que caer. esta casa sobrevivió; desfiguró su estructura, la fachada se disfrazó de castillo oscuro, con almenas diseñadas para poder defenderse de cualquier amenaza. las paredes alrededor de la habitación amarilla se volvieron huecas y retorcidas, como un árbol cuyas entrañas sin vida se resguardan dentro de lo duro de su corteza; la habitación se quedó sin aire y las llamas menguaron. tapiadas entradas y salidas: un laberinto en el que no había hebras ni hilos para guiarse, mucho menos el impulso para hacerse de alas y salir volando.
la casa no se había derrumbado y eso parecía ser suficiente, o tendría que serlo.
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confieso que busqué mi casa en otras, y algunas las miré con envidia —las fantasmas sólo podemos anhelar en silencio, aprender a regodearnos en la fría y acogedora niebla de lo intangible—. confieso que fue más fácil analizar y hablar resolutamente de lo ajeno, observar, juzgar y hacer una clasificación simplista de ventajas y problemas. si sus habitantes no habían tenido que mudarse nunca, si las marcas de una familia eran observables en muros y muebles, si ahí sí sabían cómo querer. si había fugas, si los cuartos estaban atiborrados, si había goteras o si tenían un ático parecido al de una película de terror. si tenían álbumes de fotos que dieran cuenta de la historia y la cercanía de las relaciones familiares y las anécdotas individuales; qué tan intensa era la oscuridad de los rincones.
les habitantes conforman la casa; la casa no siempre se conforma con quien la habita.
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yo fui el fantasma de esta casa a la que sólo permití no resquebrajarse por fuera
qué conveniente ser un fantasma en una casa en la que nadie entra
no pude contener la humedad de sus paredes y confieso que llegué a cobijarme en ella, creyéndola techo, paredes y suelo: el único refugio posible
—sin embargo, la habitación amarilla—
mudar no sólo es moverse sino cambiar —«todos los cambios llevan tiempo» se convirtió en letanía—
entre mis manos transparentes moldeé lo que quedaba del fuego
amasé la llama, amplia como un aliento
reconstruí la hoguera del centro
alcé una habitación que fue hogar para el fuego
el crepitar de las llamas palpita a un ritmo—mi ritmo—
atizar el fuego significa enjugar las lágrimas y darle calor a las paredes de este hogar
estoy aprendiendo a armar una hoguera
el fuego no se puede palpar pero estoy viva porque hay luz y calor
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recorrí paredes con las yemas de los dedos y reconocí recovecos. barrí y desempolvé cuartos, empujé muebles y decidí qué conservar, qué transformar. dejé sólo las telarañas que seguían siendo moradas. ha sido difícil desenroscar el laberinto y rellenar las paredes huecas; no he cubierto aún todas las grietas y quizá no lo haré jamás: algunas dejan espacio para la hiedra, más verde y menos húmeda, y también para intervalos de luna y de sol, de lluvia, viento y calor. mientras viva una casa es siempre un proyecto en proceso.
me estrellé contra un muro y miré: suelo, pared, techo, puerta, pasillos, cuartos, comedor y balcones, baños, sala, cocina y jardín… escaleras, pasillos, entradas, ventanas… y otras cosas que no tienen nombre aún. amueblar una casa es quererla y elegir cómo es libertad para quererse una misma.
sigo en el limbo de lo tangible: aún un poco fantasma, voy regresando poco a poco a esta casa que soy, que es mi cuerpo y que, con un poco de suerte, volverá a ser hogar y refugio. por ahora, trato de convencerme de que esta es una casa en la que quepo, cuyos fragmentos puedo mover y organizar, una casa que cambia conmigo y con la que cambio yo y que, sin importar a donde vaya o cuántas veces me mude, es m í a.
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mientras yo viva mi casa es un proyecto en proceso

Mónica Rivera
Es creadora, fotógrafa, escritora, poeta y cuidadora. Estudió letras inglesas y también quiere aprender música. Sigue dándole los últimos detalles a sus dos casitas actuales: 1. El depa en que vive con su familia y 2. Ella misma.