Mi casa es un proyecto en proceso

Mónica Rivera

abandoné muchas casas, y a pesar del dolor por su ausencia confieso que no las recuerdo todas. sin embargo sé que fueron mías: en algún momento de mi vida me albergaron a mí, a mi cuerpo, y aunque yo ya no las albergo por completo en mi memoria, guardo sus fragmentos unidos en mosaico: nos habitamos mutuamente; son mías y yo de ellas.

me cambié de casa muchas veces —según yo, aunque quizá no han sido tantas: trece es número de la suerte, de la buena y de la mala. no obstante, ha habido una casa, anónima y espectral, cuyo abandono me atormenta más que el de las otras.

solemos pensar en las casas como cosas inertes, conjuntos de muros, techos, pisos, ventanas y puertas que aguardan la llegada de alguien que las habite. esperan a que las llenemos —o no— de muebles, cosas, plantas, cuadros, ropa, zapatos, comida, personas.

quizá no estén vivas, pero en todas hay algo vivo, o que alguna vez lo estuvo.

hay que mantener la puerta cerrada, así nadie entra y nada sale.

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un vistazo a la literatura gótica muestra que abundan personas con casas atormentadas. ni qué decir de la vida «real». les habitantes conforman la casa.

yo soy el fantasma de esta casa.

me apena decir que se inundó muchas veces con lágrimas gruesas —como las de alicia en el país de las maravillas en la película de disney— que surcaron las habitaciones y descarapelaron las paredes. es bien sabido que las ventanas son los ojos de una casa, y los de esta proyectan una mirada por siempre triste. más aun la humedad residual se movió como una hiedra agresiva, se movió, invisible al principio, por las habitaciones decrépitas y solas, pobladas ya nomás por marcos vacíos en los muros, juegos infantiles, rompecabezas con piezas extraviadas, carteles de palabras olvidadas. las fotografías que pudieron revelar algo sobre ella estaban la mayoría perdidas, otras tantas veladas por el polvo y las gentiles moradas de las arañas. toda la casa estuvo húmeda.

siempre se deja algo atrás, sin importar la edad. las casas abandonadas, de manera irónica, suelen estar llenas. al asomarnos a una casa desconocida clasificamos con una mirada: la condición de las ventanas, paredes, cortinas, muebles y suelo nos indica también la de la casa. no suele entrar quien mira las ventanas rotas, las paredes desgastadas, el suelo lleno de «basura» u objetos que han sido abandonados también –en ocasiones la diferencia entre los términos depende más de nuestros prejuicios personales que de su condición—, ya sea que pertenecieran a la casa o hubieran llegado de alguna manera a refugiarse ahí.

a pesar de esto, hay quienes recorren estas casas sin intención de habitarlas, por el contrario. aquí hubo quienes, al descubrir los húmedos muros que caían al más breve aliento, transitaron la casa sólo para retirarse con la satisfacción que les brindaba causar daño a algo que no reclamaría ni sería reclamado. ¿cómo es que ni siquiera entonces la casa saltó, rebelándose para expulsar a quienes se divertían magullando su piel? la casa ampara y eso hacen las casas, incluso las que casi han olvidado que lo son o las que no fueron diseñadas para serlo —o las que en realidad son personas con forma de casa—. sean objetos o personas quienes la dañan, la casa no los expulsa porque entonces dejaría de ser una casa.

casa-objeto, inhabitada a fin de cuentas, aún se sostiene con todo y sus techos resquebrajados y ventanas rotas.

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inhabitada, o: dícese de un lugar que no se encuentra habitado.

inhabited (inglés): dícese de un lugar que se encuentra habitado.

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según las memorias que esta casa alberga, fue casi desde el comienzo una casa fría. la habitación de su centro, sin embargo, inalcanzable y oculta, desde hace mucho tiempo en llamas, quedó amarilla. muchas otras —la mayoría— quedaron vacías. en esta casa hay muchos cuartos con los que nadie supo qué hacer, cómo amueblar, cómo querer —porque amueblar una casa es quererla, incluso si decidimos no ponerle nada—. ni siquiera yo. las paredes se cernieron sobre sí mismas frente al abandono y la ausencia, y una casa prefiere subvertir su naturaleza que caer. esta casa sobrevivió; desfiguró su estructura, la fachada se disfrazó de castillo oscuro, con almenas diseñadas para poder defenderse de cualquier amenaza. las paredes alrededor de la habitación amarilla se volvieron huecas y retorcidas, como un árbol cuyas entrañas sin vida se resguardan dentro de lo duro de su corteza; la habitación se quedó sin aire y las llamas menguaron. tapiadas entradas y salidas: un laberinto en el que no había hebras ni hilos para guiarse, mucho menos el impulso para hacerse de alas y salir volando.

la casa no se había derrumbado y eso parecía ser suficiente, o tendría que serlo.

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confieso que busqué mi casa en otras, y algunas las miré con envidia —las fantasmas sólo podemos anhelar en silencio, aprender a regodearnos en la fría y acogedora niebla de lo intangible—. confieso que fue más fácil analizar y hablar resolutamente de lo ajeno, observar, juzgar y hacer una clasificación simplista de ventajas y problemas. si sus habitantes no habían tenido que mudarse nunca, si las marcas de una familia eran observables en muros y muebles, si ahí sí sabían cómo querer. si había fugas, si los cuartos estaban atiborrados, si había goteras o si tenían un ático parecido al de una película de terror. si tenían álbumes de fotos que dieran cuenta de la historia y la cercanía de las relaciones familiares y las anécdotas individuales; qué tan intensa era la oscuridad de los rincones.

les habitantes conforman la casa; la casa no siempre se conforma con quien la habita.

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yo fui el fantasma de esta casa a la que sólo permití no resquebrajarse por fuera

qué conveniente ser un fantasma en una casa en la que nadie entra

no pude contener la humedad de sus paredes y confieso que llegué a cobijarme en ella, creyéndola techo, paredes y suelo: el único refugio posible

—sin embargo, la habitación amarilla—

mudar no sólo es moverse sino cambiar —«todos los cambios llevan tiempo» se convirtió en letanía—

entre mis manos transparentes moldeé lo que quedaba del fuego

amasé la llama, amplia como un aliento

reconstruí la hoguera del centro

alcé una habitación que fue hogar para el fuego

el crepitar de las llamas palpita a un ritmo—mi ritmo—

atizar el fuego significa enjugar las lágrimas y darle calor a las paredes de este hogar

estoy aprendiendo a armar una hoguera

el fuego no se puede palpar pero estoy viva porque hay luz y calor

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recorrí paredes con las yemas de los dedos y reconocí recovecos. barrí y desempolvé cuartos, empujé muebles y decidí qué conservar, qué transformar. dejé sólo las telarañas que seguían siendo moradas. ha sido difícil desenroscar el laberinto y rellenar las paredes huecas; ­no he cubierto aún todas las grietas y quizá no lo haré jamás: algunas dejan espacio para la hiedra, más verde y menos húmeda, y también para intervalos de luna y de sol, de lluvia, viento y calor. mientras viva una casa es siempre un proyecto en proceso.

me estrellé contra un muro y miré: suelo, pared, techo, puerta, pasillos, cuartos, comedor y balcones, baños, sala, cocina y jardín… escaleras, pasillos, entradas, ventanas… y otras cosas que no tienen nombre aún. amueblar una casa es quererla y elegir cómo es libertad para quererse una misma.

sigo en el limbo de lo tangible: aún un poco fantasma, voy regresando poco a poco a esta casa que soy, que es mi cuerpo y que, con un poco de suerte, volverá a ser hogar y refugio. por ahora, trato de convencerme de que esta es una casa en la que quepo, cuyos fragmentos puedo mover y organizar, una casa que cambia conmigo y con la que cambio yo y que, sin importar a donde vaya o cuántas veces me mude, es m í a.

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mientras yo viva mi casa es un proyecto en proceso


Mónica Rivera

Es creadora, fotógrafa, escritora, poeta y cuidadora. Estudió letras inglesas y también quiere aprender música. Sigue dándole los últimos detalles a sus dos casitas actuales: 1. El depa en que vive con su familia y 2. Ella misma.

Sobre mis ganas de cocinar

Michelle Pérez-Lobo

A diario me pregunto si mis ganas de cocinar son de verdad mías. Si disfruto buscar recetas en internet, lavar la verdura, picarla, hervir agua, sazonar un plato, sacar una sartén sólo para tostar semillas y luego sumarla a la torre de trastes. A veces no sé si mi deseo de estar en la cocina proviene de una inquietud auténtica por ejercer mi creatividad o si se trata más bien del rol de género que fui educada para representar y que yo ingenuamente interpreto como propio.

Con la pandemia por COVID-19, al estar encerrada conviviendo tan de cerca con mis rutinas y mi cuerpo, el espacio de mi hogar ha fungido como espejo magnificador. Esta relación cada vez más íntima conmigo misma me ha hecho cuestionar los rasgos que me conforman, todo esto que creo que soy, y aquello que, según yo, disfruto hacer. Podría escribir un párrafo sobre cada uno de los aspectos que le atribuyo a mi personalidad pero que de pronto no sé si genuinamente me pertenecen: mi obsesión por la limpieza, la costumbre de ir lavando a la vez que cocino, de ayudar a recoger cuando soy invitada en una casa; mi forma de priorizar el cuidado a otros seres, humanos y no humanos; mi inseguridad con la hiperhidrosis que padezco desde niña y la lucha constante por no cuestionar mi autoestima ante el estándar estético del momento; la costumbre de rasurarme las axilas y las piernas; lo mucho que me gusta pintarme los ojos con delineador de colores, y un agotador etcétera. Observar mi reflejo así, agrandado, desnudo, ha sido muy desgastante, porque me he dado cuenta de que mucho de lo que he sentido mío en realidad me es ajeno.

Pero también desde y por el encierro he podido establecer un diálogo (virtual) más estrecho con mi familia y con muchas mujeres, descubrir varias lecturas feministas y otros medios de deconstrucción. Gracias a ellas he caído en cuenta de que todo lo que me oprime y me da inseguridad, eso que me hace cuestionar lo que soy, corporal y mentalmente, proviene de afuera, de una sociedad patriarcal que nos lastima a todas de múltiples formas cada día, y que nos impone sus expectativas y normas arbitrarias que, curiosamente, siempre atentan contra aquello que ya somos.

(A propósito de lastimar: durante la pandemia, la violencia en contra de las mujeres mexicanas ha aumentado de forma considerable: las cifras de las llamadas de auxilio relacionadas con violencia doméstica, la apertura de investigaciones penales por violencia familiar y los asesinatos de mujeres desde que empezó el encierro presentaron un aumento preocupante. Recomiendo, como análisis introductorio a este tema, el informe “Las dos pandemias. Violencia contra las mujeres en México en el contexto de COVID-19”, en https://equis.org.mx/…/08/informe-dospandemiasmexico.pdf.)

Desde mi casa, en este espacio redescubierto, concibo la lucha feminista como una labor íntima, familiar, corporal, cotidiana. Su impacto depende en gran medida de qué tanto nos abrimos a tener conversaciones que incomoden, a nosotras mismas y a los demás; de alzar la voz y desarticular los estereotipos que coartan nuestra libertan y nos simplifican. Creo que esta lucha va de la mano de la disposición que tengamos a modificar nuestras relaciones, a formar comunidades de apoyo y comunicación abierta con todas las personas, de todas las edades. Necesitamos hablar, enunciar quiénes somos, (re)apropiarnos de lo que nos constituye y desechar las imposiciones que nos han sido heredadas a través de roles arcaicos e hirientes. Espejearnos en nuestras amigas, acompañarnos en nuestra desnudez.  

Es así, pues, que hoy vengo a declarar que a mí, Michelle, me encanta cocinar; que amo cuidar a las personas y a los animales, y que mi existencia es más llevadera en un hogar limpio.

8 de marzo de 2021

Gracias a la plataforma Pensar lo doméstico por ser el detonador para decir todo esto. Gracias, Adriana Ventura y Viera Khovliáguina, por leer estas palabras y hacerme sentir acompañada durante el proceso de su escritura. Gracias, Ana Karen Sahagún, por el hermoso video «PASTEL», una metáfora visual que me ayudó a articular muchas cosas justo en el momento en que lo necesitaba (disponible en MEOW Magazine: https://meowmag.mx/pastel-una-metafora-donde-la-mujer-se-define-a-si-misma-8m/).

Michelle Pérez-Lobo (Ciudad de México, 1990) estudió literatura y una maestría en lexicografía. Publicó la plaquette Lo que perdimos y otros poemas (Aquelarre Editoras) en 2018, y ese mismo año montó su exposición gráfica un texto es un lienzo es un texto en la Universidad del Claustro de Sor Juana. Escribe poesía y hace otros experimentos y juegos con la palabra poética; publica sus hallazgos en diversas revistas impresas y digitales. Obtuvo una beca del FONCA en 2019-2020 en poesía. Lo realmente importante es que vive con una perra, dos gatas, un gato y una tortuga, y que ama la cocina vegana.

La casa

Alejandra Esparza

Todo comenzó el día en que me fui de la casa, hace unos once o doce años, aproximadamente. Al menos eso creo yo.

Antes de mi partida creía que la casa funcionaba a la perfección; era como si las habitantes y el inmueble fuéramos una sola unidad. La casa se alimentaba de nosotras y nosotras de ella. Formábamos parte de un mecanismo complejo, cual engranes de un reloj, y mi mamá era la relojera que se encargaba de aceitar y apretar las piezas.

Las áreas comunes de la casa eran hermosas; los colores de las paredes parecía que cobraban vida cuando entraban en contacto con la luz natural. Al ingresar éramos recibidas por un leve aroma, mezcla entre Fabuloso y tierra mojada de las macetas en el jardín.

La casa, como muchas casas, tenía habitaciones; siete en total, una para cada residente, incluidas mi mamá y papá. A diferencia de lo que normalmente sucede, en esa casa el espacio público se extendía desde la calle y cruzaba la puerta del recibidor, invadía la sala, el comedor, el patio, el jardín, la cocina. Lo privado iniciaba en el umbral de las habitaciones, en su interior. Allí las reglas eran impuestas por la dueña del espacio, de manera que ingresar a alguno de los cuartos era adentrarse en un territorio ajeno, pero a la vez familiar; los secretos de cada una permanecían en las paredes y los cajones, algunos a la vista de las visitas, pretendiendo ser invisibles sin lograrlo; aspiraciones y miedos también se alojaban allí.

Cada cuarto guardaba el corazón de su habitante, y yo supongo que ese era el combustible de la casa; esos pocos metros cuadrados donde una podía SER, nos alimentaban para sostener el resto de los espacios públicos, dentro y fuera de la casa. Los corazones de quienes habitábamos el inmueble crecían a la par, latían incluso al mismo ritmo; pero unos años antes de partir, el mío cambió su cadencia.
Comenzó a ensancharse y de repente no cabía más en la habitación que lo albergaba; las paredes lo lastimaban, el simple latir era una agonía. Me preocupé, creí que algo estaba mal conmigo, de modo que le pedí a mi corazón que redujera el ritmo, quizá así volvería al tamaño de los otros corazones que residían en la casa. Funcionó, poco a poco mi corazón fue disminuyendo su volumen, pero también perdía vitalidad. Casi muero.

Pedí ayuda a las otras habitantes, propuse remodelar mi cuarto, quizá tirar una pared para que mi pobre miocardio pudiera funcionar sin llevarme la vida en el intento. Sin embargo, debido a que cada una formábamos parte de un todo, el espacio que debíamos ocupar estaba previamente determinado, por eso la respuesta fue negativa.

Entonces decidí partir para buscar otra casa, un espacio más amplio o, al menos, con paredes flexibles para que mi corazón y el resto de mis órganos pudieran desarrollarse y crecer, y yo pudiera vivir y habitar.

Probé de todo: lugares amplísimos que mi cuerpo no lograba llenar, espacios sin ventanas, donde me sentí sofocada, lugares oscuros, donde mi corazón olvidó que me pertenecía. Pero luego, conocí a personas que me recomendaron construir mi propia casa con materiales cómodos, resistentes y frescos, capaces de amoldarse de acuerdo con mis circunstancias.

Tomé el consejo y lo puse en práctica.


A la par de mi travesía ocurrió lo que temía, debido a la falta de una de sus habitantes, la otra casa comenzó a enfermar. El sol comenzó a comer la pintura de las paredes, la limpieza de todos los días era insuficiente para evitar los nubarrones de polvo en el patio, poco a poco las plantas perdieron su aroma, y una especie de niebla espesa se instaló en el comedor. Mi mamá era la más preocupada por encontrar remedio; al principio creyó que yo era la culpable al haber desmembrado el sistema perfecto de la casa, pero la partida de otras residentes, incluido papá, la hizo entender que la solución iba mucho más allá que responsabilizar a las piezas del reloj.

Resultó que las habitaciones también eran insuficientes para las otras residentes; al guardar tantos secretos, tantos miedos y tantas aspiraciones, sus corazones aumentaron de tamaño; las paredes ásperas y rígidas les produjeron heridas, al punto de que comenzaron a desangrarse.

Luego, al morir papá todos los recuerdos y experiencias que albergaban su corazón fueron heredados al corazón de mi mamá y, como consecuencia, también incrementó su tamaño. No hubo una sola habitación en la casa que pudiera contener a ese gigantesco órgano vital.

Las habitantes decidieron seguir mis consejos; mamá propuso derribar la casa y construirla con materiales flexibles y confortables; las residentes que quisieron continuar habitando ese espacio acudieron con personas expertas para que les ayudaran a diseñar los planos y les recomendaran los mejores materiales de construcción especiales para casas que albergan corazones.

Mi casa sigue en construcción, es una casa mutante, cambia de forma y se amolda según mi cuerpo, según el ritmo de mi corazón; hay paredes que aún son rígidas y lastiman, pero no es nada que una remodelación no pueda solucionarlo.

La otra casa, la de mi mamá y mis hermanas también está en construcción, por ahora el terreno es un espacio abierto, pero lleno de flores sembradas por ellas; en algunas esquinas aún se observan escombros de lo que fue la anterior casa, pero los pájaros comenzaron a hacer nidos sobre ellos. Lo importante es que las paredes no lastiman como lo hacían antes.

Ambas siguen en construcción, y me pregunto ¿verdaderamente, las casas alguna vez llegarán a estar terminadas por completo?

Alejandra Esparza. León, Guanajuato, 1991.
Abogada feminista que intenta luchar contra la desigualdad de género y la escritura «abogadil». Amante del café y los cuentos. Lee más de lo que escribe. Últimamente se interesa en temas relacionados con la importancia del trabajo doméstico y de cuidados.

Antes de dormirme

Pia Vinageras

Antes de dormirme me tiro en la cama, boca arriba, como me enseñaron en la escuela. Relajo la cabeza, permito que mis manos se acomoden a los costados de mi cuerpo y abro mis pies en un compás que coincide con la distancia entre mis hombros.

Cierro los ojos, pero me es imposible relajarme.

De pronto todo el silencio del mundo aparece y despiertan mis ruidos. Dentro de mi cuerpo siento una orquesta, que es más bien una colonia, que es más bien un barrio, que es más bien una vecindad. 

Tengo una casa en mi cabeza, bueno, es más bien un castillo con un millón novecientas-siete mil noventa y cinco puertas. Al abrir una puerta, otra aparece, y si abres esa, se abre otra, y luego otra, y otra, y otra… En mis andares de entradas y salidas me pierdo en el sueño de encontrar una puerta que me lleve al mar.

 En la parte superior de mi cuerpo, justo al centro, tengo una casa. La puerta se encuentra entre mis dos pechos. Aún no encuentro la puerta, sospecho que tendré que tumbar un muro para poder abrirla. Las ventanas se encuentran en mis hombros. Abren y cierran con dificultad, por eso no me puedo enderezar, no tan fácilmente. He aprendido que cuando hago ejercicio las bisagras se aceitan, mi pecho se abre y en ocasiones me pongo a llorar, me brotan carcajadas inmensas y en otras pocas se me olvida cómo hablar.

Tengo una casa, cocina, garage, bodega, balcón, patio, riachuelo, tengo una casa destino partida en dos manos y diez dedos. Aquí todo pierde su nombre porque no hay puertas, ni ventanas, en estas casas las cosas se encuentran, se arman, se mueven. Mi casa de alegrías está adornada con líneas que cambian según los secretos del mundo.

Tengo una casa en el estómago, de raíces viejas y enmarañadas. Sospecho que todo comenzó el día en que me tragué la semilla de una sandía. Mi mamá me dijo ten cuidado con lo que comes, me quitó el cuernito de chocolate que estaba disfrutando mucho y me dio una sonrisa muy roja con semillas negras, estás comiendo mucho pan, no quiero que subas de peso. Ese día sentí algo chistoso en mi panza, un retortijón. A partir de esa mañana no había más dulces o cuernitos en la casa; había verduras y de repente había frutas. No había galletas a todas horas, había horarios. No más helado después de la escuela. De un día a otro las cosas que me gustaban ya no eran buenas. Mi mamá me llevó a clases de natación, pero el traje de baño me quedaba chiquito y me sentía muy rara. Los años pasaron, encontraba la manera de escabullirme para comer un pan, dos panes, tres panes o más.  Luego sentía un retortijón en la panza, muy parecido a la culpa y al remordimiento. La semilla de sandía que me comí ese día brotó hasta convertirse en una casa donde viven bichitos y bacterias y culpas y miedos y ganas de pan.

Tengo una casa cerca de una selva. Una casa rebelde y florida. Me gusta este patio porque aquí todo es fértil, es aquí donde nace mi placer de estar viva, de amarlo todo como lo amo, y de encontrarme con la posible manija que me lleve a las olas. Tengo muchas casas. Soy una colonia, que es más bien un barrio, que es más bien una vecindad… Soy puertas y ventanas y cocina y patio grande con flores. Soy torres altas, y escaleras enredadas. Soy de madera, de ladrillo, y de concreto. Soy de cimientos profundos. Ninguno de estos terrenos se puede vender o comprar. A veces mis casas tienen fugas, averías, se ensucian muy rápido, o les falta mantenimiento. A veces coinciden y en todas hay sopa calientita y agua de jamaica, y un café listo para cuando termine todo y quiera cerrar mis ojos. Así que antes de dormirme, me tiro en la cama boca arriba como me enseñaron en la escuela. Y una vez que concilio mis casas, concilio el sueño.

Pía escribe, le gusta el teatro y estudió letras inglesas un ratito. Cambia sus muebles de lugar una vez al mes, le gusta tener fruta en la cocina y desayunar rico. Por ahora estudia cine y espera terminar un guión para poder filmarlo pronto.

Parábola de las casas

Indra Cano

Por supuesto que Virginia Woolf no podía brindarnos todas las respuestas. Ella nos dijo: necesitamos una habitación propia; sí, ¿pero qué significaba eso?, ¿a qué se refería con exactitud?, ¿a un espacio físico, a uno mental?, ¿ambos?; peor aún, no dejó instructivo para conseguir una. 

En el resquicio de la duda podemos afirmar que una habitación pertenece a un sistema más grande, una casa, eso es obvio, arquitectura básica. Aunque lo anterior no traza ningún camino con certezas, conceptos, o pasos a seguir; quizás el punto de partida es preguntarnos ¿qué es una casa?

Desde la erudición diría: mi casa es el lenguaje. Son los libros que eventualmente leo, los garabatos e ideas inconclusas del cuaderno de notas, las palabras que guardo, las que recolecto de las personas que charlan en el autobús o por la calle, uno que otro chisme que conservo, los mensajes que guardo como destacados en Whatsapp, las listas del súper… Y aún así volveríamos a la incógnita, ¿qué es lo que hace que una casa sea una casa? 

***

Sinceramente no me gustaba, de hecho, me avergonzaba. No existía otra cosa en el mundo que detestara tanto como escuchar a la gente llamándola «vecindad». Lo negaba a como diera lugar e intentaba hacerle ver a esa gente que no lo era, porque en la misma empedrada en la que yo vivía había visto una verdadera vecindad y la nuestra no era así. En realidad, recordaba el día que, de camino a la escuela, había visto de reojo a un niño usar una bacinica en pleno patio, mientras que unas señoras tendían la ropa a medio pasillo; nosotros no hacíamos eso. Además, es imposible no mencionar La vecindad del Chavo, vecindad por antonomasia, donde todos hablaban y sabían de la vida de todos, en mi caso, ni sabía a ciencia cierta quiénes eran mis vecinos. ¿Que había muchos cuartos? Sí. ¿Que mi mamá tendía la ropa en un patio común? Es cierto. Pero nunca usé bacinica, y nunca intercambié palabra con alguien más. Estaban mal. Yo no podía vivir en una vecindad. 

Todo el tiempo fingía vivir en otras casas. Me adueñaba mentalmente de los espacios que visitaba, que veía en revistas, libros, películas, reality shows como Extreme makeover en donde, con magia de televisión, tu casa sufría una metamorfosis que la convertía en una de revista, gracias a un equipo de diseñadores y constructores que trabajaban durante una semana o, simplemente, aquellas casas que veía en la calle; quería vivir en cualquier casa menos en la mía. 

Desde los siete años comencé a caminar sola de la casa a la primaria y de la primaria a la casa; mis andadas consistían en criticar fachadas y elegir la más bonita para vivir allí. Cuando me apetecía vivir en un departamento, imaginaba cómo se distribuían las habitaciones en aquel edificio gris de cinco pisos con protecciones y rejas azuladas que se encontraba a unas cuantas casas de la mía. En otras, cuando lo que buscaba era tener un jardín bonito, escogía una casa de fachada lila con grandes balcones que estaba casi al final de la empedrada. 

Miro y conservo casas bellas o interesantes:

La de la avenida 20 de noviembre.

La que está en la avenida Ávila Camacho.

La que está frente a la carpa de antojitos que se pone los sábados en la colonia.

***

Después de un par de mudanzas, creo que la casa actual es la mejor, pero he llegado al punto de volverla impersonal. La última mudanza nos traumó, teníamos tantas cosas sin saber de su existencia que terminamos regalando y donando media casa a los pepenadores de la colonia. 

Quizás por eso mi mamá halló una nueva obsesión en los contenedores de plástico que venden en Walmart. Contamos, entre risas y asombro, quince en total. No hay habitación de la casa que no tenga. Son muy prácticos, tienen tapa para que no entre el polvo, argumenta. Pienso que es un mecanismo para no aferrarse a la casa, porque sabemos que, si la renta sube nos iremos. El único afecto que le tenemos se debe a la cochera, porque permite que el aparato de ejercicios —la bicicleta escaladora— se quede allí y no ande estorbando adentro; igual el piso, la losa es lo único a lo que nos aferramos.

Quién sabe cuándo ocurra, mientras tanto pienso que no tengo una casa donde anclarme. En el futuro, ¿tendré ese momento de “volver a la casa materna” cuando ya no viva aquí?, ¿cuál será la casa de mi madre?, ¿seguirá rentando de por vida?, ¿yo tendré una casa?

***

En algún momento de mi vida virtual se atravesó un artículo del portal de la BBC que daba cuenta de las fotos aéreas de casas de interés social, Paraísos siniestros, de Jorge Taboada. Noté que se compartía entre varios de mis contactos de Facebook acompañado de los acostumbrados comentarios que sostienen un tono crítico y justiciero. 

Lo que me generó conflicto —risa, he de admitir— era el hecho de saber que, la mayoría de esos contactos vivían en las casas del centro histórico de la ciudad, aquellas que, para habitarlas se necesita de un buen ingreso, porque poseen rentas altas al habitar una zona de demanda y flujo, o figurar dentro de la herencia de familias adineradas porque en realidad son casonas-reliquia. Esta idea rebotó durante mucho tiempo en mi cabeza hasta que descubrí que muy en el fondo me obligaba a pensar en mis casas.

Primero, no entiendo, no soy capaz de adentrarme en el esquema emocional o propaganda que las películas gringas se han encargado de diluir en nuestro imaginario colectivo donde familias se maravillan por objetos de valor que creían perdidos, pero que en realidad llevaban una década arrumbados debajo de la escalera o en lo alto de un gran librero, o hasta el fondo de un armario. 

A mí, en cambio, me gusta creer que mis Polly Pocket, la colección de DVD de las películas de Barbie y las temporadas de Hannah Montana se hallan en un cajón de mi habitación; confío en que están escondidos en un mueble del patio, o en alguno de los contenedores, aunque sé, internamente, que si bien les fue terminaron en algún bazar o como monedas con las que alguien comió. Aunque existen indicios de que se perdieron durante una de las mudanzas. Muchos de mis objetos de la primera casa me persiguen, tengo con ellos una relación fantasmal. 

Segundo, ¿yo tendré una casa?, ¿voy a rentarla o a construirla? Un terreno me parece mucha responsabilidad. A veces, pienso que mi salario apenas y podrá pagar una renta,  ¿y el mantenimiento a la casa? Ahora entiendo por qué, desde que llegó el internet a mi vida, disfruté tanto decorar casas en juegosdechicas.com: un click y se expandía un catálogo de sillones, juegos de recámaras, alfombras, cojines, plantas, hasta perillas, otro click —impulsado por el buen gusto que se tiene a los diez años— y la habitación virtual lucía de revista. Gracias a ello, en algún momento quise ser diseñadora de interiores, pero eso cambió en cuanto supe que primero debía estudiar arquitectura, es decir, matemáticas, es decir, física, es decir, dibujo técnico; en resumen, exactitud y cálculos. Desde ese momento, lo más cerca que he estado de la arquitectura es haciendo un tablero en Pinterest de la casa de mis sueños. Presumo, igual que mi abuela, el comedor, las sillas, los tocadores, las puertas, hasta los marcos hechos de roble, del bueno, del de antes; tal comedor es testigo de los chismes que salen de mis amigas en cada visita. Mi casa tiene gatos y una bugambilia que se desborda en la entrada; tiene plantas que se adaptan a la gente anti-plantas, o chafa para las plantas. Tiene un jardín que se mantiene bajo los consejos de cuidado de mi abuela y de mi madre. Tiene libros y un escritorio con lámpara que ayuda a que las letras lleguen hasta mi vista. Tiene una esquina volátil del desorden que, sin importar cuál sea su lugar del ahora, siempre llama de inmediato la atención de mi madre cada vez que visita la casa. Mi casa la amueblé con todo y la silla-cerro de ropa sin guardar en mi habitación. En el fregadero se ven las tazas de café de la mañana, y de la tarde, y de la noche. En la cocina se guarda lo suficiente para hacer los tres guisos que me salen bien. En las paredes de la sala están las fotos que imprimí y enmarqué para aquella exposición que me rechazaron; las fotos que les robo a cada miembro de mi familia y las que venían en libros de viejo que compré para la universidad, reposan sobre la mesa de centro. Y por qué no, es una casa en la que el gas, el jabón, el papel de baño, el café, la pasta de dientes, la leche y el aceite son inagotables.

***

¿Qué es lo que hace que una casa sea una casa? Aún no lo sé. No he aprendido a estar en ellas. Siempre he querido huir de todas. Pero de momento, no he encontrado más casa o habitación propia que mi memoria.

Indra Cano

(Xalapa, 2001). Estudiante de Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Veracruzana. Habla y escribe hasta por los codos. Piensa mucho sobre los conflictos ético-estéticos en la literatura, y en los pelos de sus gatos.

Baile de cocina

Paola Barragán Vargas

Un, dos, tres y vuelta,

      un, dos, tres y me agacho,

                   un, dos, tres con permiso.

Puerta, cebolla, cuchillo.

¿Me pasas el cortador?

Mientras puedes ir lavando 

lo que se está cocinando. 

1 metro de pasillo,

60 centímetros de barra,

no se cuanto de largo.

Pero sí sé

que son necesarios 

dos cuerpos

bien sincronizados 

para la danza 

que estamos creando.

Un, dos, tres ya me pisaste.

        Un, dos, tres, quiero abrir la gaveta.

Ya tengo hambre.

Cambiemos el ritmo por favor.

                 Cuatro, cinco, seis,

                     saco los platos. 

Un dos tres cuatro, pon las servilletas,

                           y un dos tres cuatro.

Vamos a comer.

***********

No, lo que no me gusta 

es pensar en el baile de limpiar.

Paola Barragán Vargas

Treintona amante de las siestas y últimamente llora en casi cada película que ve.

Arquitecta interesada en (re)pensar sobre los espacios domésticos.

Su pasatiempo favorito es hacer listas de cosas, aunque no sepa para qué.

El baño, entrevista exclusiva

Mariana Rergis

Mariana: Estamos aquí con el baño, una importante parte de esta casa que ejerce su oficio desde hace poco más de 50 años con lealtad y profesionalismo, ¿quisiera platicarnos un poco su historia?

Baño: Buenos días Mariana, gracias por la entrevista, como mencionas, me construyeron hace más de 50 años. Mi fisonomía al principio no era como la conoces: en realidad era un baño microscópico para tus abuelos y un medio baño para el resto de los habitantes de la casa.

Mariana: ¿Te gusta ser baño?

Baño:Pues no es exactamente que me guste: he sido baño toda mi vida, nunca he sido cocina o cuarto para saber si esto me gustaría más. Antes de ser baño era despoblado y luego ya. Considero que mi papel con esta familia es importante y eso me basta para estar a gusto con lo que hago. 

Mariana: Cualquiera pensaría que tienes un trabajo sucio, desagradable. 

Baño: Yo no lo veo así, por el contrario: soy, como todos los baños del mundo, un organizador de deshechos, un vehículo para mantener las ciudades limpias y sin peste. Por otra parte, creo que soy el que más secretos guarda de esta familia…

Mariana: ¿Podrías contarme algunos?

Baño: Pues mira, son secretos que con el tiempo han dejado de ser secretos, pero he visto a casi toda tu familia coger, masturbarse, fui el primero en saber de los embarazos, de varias enfermedades, he atestiguado varios llantos, sabido antes que nadie de algunos rompimientos… Mi trabajo ha sido resguardar entre mis paredes todos esos sentimientos de amor, frustración, tristeza, alegría…

Mariana: ¿Tienes alguna ambición, algún deseo?

Baño: Pues en realidad tengo una queja: no puedo creer que después de un papel tan protagónico en tu familia durante tantos años, me tengas hecho una ruina. No puedo creer que me tengas sin azulejo, de perdida que me mandaras aplanar y me dieras una pintadita. De todas las personas que han pasado por aquí, tú has sido la que peor me ha tratado.

Mariana: Pero así como dices que nos has conocido, sabes que nunca tengo dinero para mandarte componer…

Baño: Mira, no quiero ponerme a discutir contigo, pero sé bien que nunca has hecho el esfuerzo y siempre das prioridad a otras cosas. Creo que merezco tener mi azulejo, que me pongas lavabo y un cancel para la ducha. No puedo creer que me tengas en estas condiciones tan ruines, con ese trapeador siempre mugroso, con el bote de la basura invadido de hormigas, estoy verdaderamente indignado…

(Ok, ok, escucha, esta entrevista se está saliendo de control…)

Baño: La que está fuera de control con sus gastos eres tú y deberías priorizar este espacio que es para ti y para tu familia. ¿Estás esperando que alguien lo haga por ti? ¡No! ¡Deberías aprender del ejemplo de tu abuelo y de tu madre que eran constructores y tenían la casa bella! ¡Estoy a punto de renunciar!

Mariana: No, espera, no tomemos decisiones desde la ira…

Continuará…

Mariana Rergis

Ciudad de México, 1978. Es licenciada en Idiomas por el Centro Universitario Angloamericano. Becaria del Centro Mexicano de Escritores (generación 2004-2005). Becaria de Jóvenes Creadores del FONCA (generación 2010-2011). En 2014, apareció su primer libro La noche de los crueles, colección de cuentos publicada por Tierra Adentro. Su obra ha sido publicada en diversas antologías.

Casa Cuerpo

Ana Calderón

*Se recomienda escuchar «Carta» de Silvana Estrada mientras se lee este texto. 

Azotea o preámbulo

Durante años fui un cerebro en un frasco.

Si cerraba los ojos podía asegurar que el resto de mi cuerpo no existía y lo único que importaba era la voz dentro de mi cabeza. 

Alguna vez leí que la voz con la que pensamos nunca puede subir o bajar de volumen, aquel día intenté susurrarme alguna verdad o gritarme algún secreto. No lo logré. 

Los frascos no tienen estrías, pelos, zonas más oscuras, riñas hormonales. No se les exige ser tersos y estéticos.

Nadie se enamora a primera vista de los cerebros en un frasco: muestran quienes son a través de las ideas, te obligan a entablar una conversación para conocerlos. Esto es conveniente cuando la mirada ajena busca idealizar al sujeto del deseo sin escucharlo, sin entender el mar de complejidades en el que flota.

Un día dejé de ignorar mi piel y sus sentires. No podía seguir negando el cuerpo que me contiene, tenía que aprender a escucharlo. Necesitaba salir del frasco: mirarme en el espejo, fotografiarme, acariciarme… reconocer mi piel y habitarla.

Aquí una breve cartografía de mis descubrimientos: 

Zona 1: Mi cabeza fuera de un frasco. 

Una de las funciones más importantes de esta zona es mantener viva la compleja labor cotidiana de transformar la forma en la que veo, entiendo y habito el mundo. Para esto, cuento con un artefacto importante, una herramienta vital de supervivencia: mis lentes.

En un principio, cumplían la función de una cortina, haciendo pasar desapercibidas mi nariz, granos, cejas o cualquiera de las cosas que alguna vez fue señalada de forma invasiva. Ahora los siento como un personaje importante dentro del conjunto de líneas y formas que integran mi rostro.

Quisiera hacer un agradecimiento especial y al mismo tiempo pedirle una sincera disculpa a otro actor fundamental de esta zona: mis orejas. Han aguantado un sin fin de conciertos, bocinas en el baño, audífonos, y eventos que estoy segura podrían catalogarse como un exceso. En conjunto con mi boca forman un gran equipo para ser la entrada y salida de emociones, discursos, ideas, conversaciones importantes e incómodas, así como de “te quieros”, y besos que provocan que el resto de mi cuerpo despierte. 

Zona 2: Áreas comunes, de hombros a ombligo. 

Esta parte guarda una de las tareas más importantes para la supervivencia de cualquier persona; dar y recibir abrazos, caricias, y cualquier expresión de cariño a través del tacto. Las manos son extensiones físicas de nuestras emociones, estas pueden escalar la piel, convertir las heridas en distancia, y abrir y cerrar historias como un par de puertas. A veces hay que confiar más en ellas que en las palabras. 

Ésta es un área donde se guarda huella de las visitas. Algunas momentáneas, dolorosas, ruidosas, otras más silenciosas, cálidas, y prolongadas. Es, en fin, la sala del cuerpo. Estos vestigios pueden ser cuadros, despedidas, plantas, palabras, sillones, insultos, lámparas, consejos, heridas, reliquias…

A veces hay que darle una limpieza profunda ya que las repisas pueden padecer una sobrepoblación de entes estorbosos, guardando sólo lo que nos parezca necesario para abrazar quienes fuimos, somos y queremos ser. Estas remodelaciones no podrían llevarse a cabo sin uno de los artefactos de cambio más importantes: la vulnerabilidad. 

Zona 3: Zona de conflicto, del abdomen a las puntas de los pies. 

Este es el almacén de muchas cicatrices de guerra: la huella de un rastrillo con el que me abrí la pierna a los 10 años, largas estrías que recorren mis glúteos, caderas y muslos manifestando jalones de una adolescencia prolongada, así como algunos rastros de caídas y cicatrices de mosquitos feroces. 

Aunque esta zona ha sido históricamente conflictiva, podría describirla como la cocina que le brinda equilibrio al resto del cuerpo. Una que otra explosión de boiler o fallas técnicas en los electrodomésticos no le quita su importancia. En el vientre he cocinado varias cosas, más allá de un ciclo turbulentamente irregular: por ahí han pasado orgasmos, enojos, enamoramientos, frustraciones y señales de alerta indicando que debo soltar e irme. Aprendí que su voz es igual de importante que la de zonas más al norte, y que tengo la capacidad de abrazar con ella.

Esta cartografía es una sincera confesión: hoy en día sigo sin poder subir el volumen de la voz con la que suenan mis pensamientos, pero logré sacarme del frasco; multiplicando las voces que habitan y nombran mi cuerpo y con esto hacer de mi piel un hogar.

Estas palabras son un pequeño mosaico de pensamientos individuales y colectivos de más mujeres que, palabra por palabra, abrazo por abrazo hemos dejado el frasco en un estante y aprendimos a sentir(nos).

Ana Calderón

Investiga, analiza y redacta sobre temas de espacio, género, política y emociones. Elabora mapas, consultorías, talleres, y campañas sociales. Construyo desde Zines por Morrras. 

Yo tengo una casita que es así y así

A continuación se presenta una pequeña selección de textos que nacieron en el taller Casa y literatura, impartido por Adriana Ventura a principios del año 2021. Las autoras que participan en esta muestra son Abigaíl Cortés, Andrea Yepez, Jennifer Rubio, Jimena Rosillo, Judith Arámburu, Laura Sofía Rivero y Priscila Villanueva. 

Collage deJudith Arámburu García

Mi casa viene ya, ya casi llega, cada día. Casi…casi, ahí viene, ya merito. Hoy no, pero mañana tal vez. Hoy no porque la puerta de la bodega se cayó y hay que repararla. No sé si mañana porque hay humedades pero vendrá mi casa cuando las resane. (JR)

Construir tiene mucho de desescombrar.
La tierra se corre como si hubiese pasado una avalancha.
Se alzan con premura estructuras inestables y temporales, parecidas a las que se arman en las emergencias.
Los ladrillos se parten.
La pintura gotea.
Restos de cemento se endurece en los lugares equivocados.
Hay polvo.
Mi casa, entonces, nace ahí, de vistazos de ruina. De ver el alboroto y el desorden y aquietarlos a punta de pica y pala y fuerza. (AY)

Falso jardín

Aprendí a estar desnuda en esas cuatro paredes. Era el calor que me sofocaba al regresar de la escuela. Era sentir mi cuerpo pegajoso apiñado a otro cuerpo que solía dormir conmigo en un colchón individual cuyos resortes florecían y lastimaban y conocíamos tan bien como para encontrar descanso a pesar de todo. Ese cuarto se erigió como eje del mundo. No necesitábamos más, aunque nuestros muebles eran cajas de cartón, aunque la cama había tenido no sabíamos cuántos otros dueños, aunque nuestro escritorio que a veces era comedor y a veces cantina y otras veces mesa de negocios nos lo habían regalado en una tienda de abarrotes porque nos vieron los ojos frescos, recién nacidos y llenos del más profundo desconocimiento.

Nunca antes había podido estar así, sin nada puesto encima. Porque previamente las puertas no existían y mi casa no era casa sino un pasillo larguísimo e interminable donde todos deambulaban a cualquier hora. Éste, a diferencia, era un cuadrado cerrado, sin fugas; un cuarto. Mi cuarto. Nuestro cuarto. Y la ropa sobraba para comer, estudiar, hacer apuntes, sentir bajo los pies la piedra caliente por aquel sol que derretía las ventanas. Era fácil no tener, olvidar todo, regresar a la piel y sus orígenes. Nunca antes había sentido eso. Pero ese lugar me enseñó a desprenderme y no volver atrás la mirada. Los que vuelven la cabeza se convierten en sal, se hacen polvo o se disuelven. (LSR)

Una casa no se construye sola,

necesita de muchas manos para que pueda servir de refugio.

Alguien la imagina, otras le dan formas,

ponen los cimientos.

El cuerpo que soy, que habito

también es producto de la unión de muchas manos.

Si miramos lejos:

mi padre y mi madre,

sus ancestras y ancestros.

Si miramos cerca:

átomos,

células que forman la materia.

La casa que soy

es plural, multiplicada,

compartida.

La casa que soy

es muchas casas juntas. (JR)

Recorrer la casa

La casa me hace pensar: en las ausencias, en el tiempo, en los huecos y las huellas.

[Mi casa, ha sido varias casas].

He estado varias veces en esta casa: varias temporadas de mi persona, también de quienes no se han ido de aquí.

[Transité varias de sus habitaciones, hasta regresar a aquella donde empecé].

Personificando esta casa: soy un sótano, he habitado el sótano.

[Entre mis hombros cargo mi casa, a veces ligera, a veces pesada].

Analepsis de oscuridad y de luz en cada uno de esos espacios. Todo ha dejado de pertenecer, permanecer, y como rastro, difuminado.

[La casa, el hogar, siempre ha estado dentro de mí].

Y eso interno en mí, me hace reflexionar sobre lo que deseo sentir: en esa primera sensación, de lo que llegue a ser mi casa-hogar-refugio.

[El instante en que ande descalza entre la arena blanca o la hierba del bosque]. (JA)

Casa y Memoria

Una de mis bisabuelas perdió su casa en una apuesta.

Mi primera casa, fue una casa de muñecas de madera. Mi hermana y yo tuvimos una casita para jugar, en el hueco debajo de la escalera de la casa que mis papás construyeron y en la que aún viven.

(Sigue escribiendo lo que estás pensando) 

Normalicé tener una casa. (JR)

Una casa Porvenir

En la cocina de aquella casa había un refri tapizado de dibujos y cartas de un nieto; en el comedor, dos ventadas cuya vista daba hacia una jacaranda. Había también un pasillo con fotografías de rostros que ya murieron y están a punto de ser olvidados.  La habitación era el lugar más calientito, lo tenía todo: sándwiches para ver caricaturas en la noche, mecedora para dormir tomando el sol, una cama para recostarse y pensar en el futuro que, ante una muerte inminente, ya no podrá conocerse. (AC)

Hogar 85

5 meses de gestación

hogar perfectamente ovalado

cálido

cereno

acústica inimaginable.

En santa paz.

Esperanza, acostada

ve su lámpara inquieta

las persianas bailan

se rompe el brindis marital

del hogar

¡Los castillos se vuelven andamios!

caen las copas.

(Sístole, diástole)

Aterrada

grita

corre

quiere salvarnos

cae.

Dos pisos,

escalones,

hematomas infinitos universos.

Abraza su barriga,

¡El bebé!

-nos salvan el cráneo-

-se apaga la luz-

el edificio se desploma

sobre ella,

mi primera casa.

Bajo escombros

enteradas

aplastadas

horas después vuelve en sí

-Su bebé no va a nacer completo-

Seguimos vivas. (PV)