
Andrea R. Calderón
Ciudad Universitaria se ha convertido en un centro de vacunación. Mientras camino al tianguis, puedo ver de lejos la euforia de la primera vez; hay un cartel muy grande que dice: “Espera de familiares”, veo a varias personas de la tercera edad caminando hacia la puerta con un aire fresco, veo también a jóvenes esperando afuera o llevando de la mano a quienes podrían ser sus abuelos. Me da alegría pero también tristeza. Desde hace varios años, anhelo la presencia en mi vida de una abuela. Incluso anhelo el recuerdo de una. Quisiera decir: “Voy a acompañar a mi abuela a vacunarse” o: “mi abuela me está enseñando a tejer colchas”, pero no. No puedo, no podemos. Ella no está en mi mundo material. Mi abuela materna es un hueco que no he podido llenar.
Hace un par de semanas nos juntamos por el cumpleaños de mi hermana y, en medio de los comentarios sobre sus recién cumplidos veintiséis años, mi mamá nos preguntó qué se sentía tener madre a nuestra edad, qué se sentía el acompañamiento y el simple hecho de saber que está ahí. Se hizo un silencio corto que pareció largo mientras mi hermana y yo nos mirábamos. No voy a negar que esa pregunta me rompió un poco el corazón, pero también siento que conecté profundo. Tenía todo el sentido del mundo que lo preguntara. Yo quería decirle que también siento su orfandad, que noto cómo la ausencia de la abuela me ha dejado huérfana de alguna manera y que de muchas formas siento que ella no está pese a no haberla conocido, pero no pude decirle nada de esto. Solo le acariciamos el brazo y dijimos: nos tienes a nosotras.
Mi linaje materno tiene un hueco, me lo he repetido durante mucho tiempo. Mamá vio partir a su madre cuando tenía doce años. Graciela, mi abuela, dejó este mundo de forma súbita y dolorosa. He regresado a ese episodio tantas veces que hay momentos en que me veo como otra niña de doce años abrazando a mi mamá en su pérdida, siendo su amiga, acompañando el camino de futura incertidumbre. Otras veces regreso solo para entenderla, para observarla y aceptar que todo pasó así, sin más.
Algunas veces veo las pocas fotografías (borrosas) de la abuela y reconstruyo en mi cabeza su rostro y su cabello. A veces pienso que mi abuela no dejó rastro y quisiera encontrar pruebas materiales de su existencia; quisiera encontrar cartas, prendas de ropa, aretes, un alhajero perdido o una canción, pero parece que no hay huellas concretas, solo ese par de fotografías a las que todo el tiempo les exijo credibilidad.
Hace un par de años, me di cuenta de que yo también me siento instalada en la orfandad, solo que la mía es difícil de explicar, mi madre está ahí y siempre ha estado, pero tengo esa sensación de que al mirar mis pies, no encuentro mis raíces. A ese proceso le llamo orfandad de abuela, no solo por no haber conocido a Graciela, sino por compartir con mi madre el hueco que dejó este proceso. Mi madre y yo nos pasamos el hueco. Mi herencia es también un hueco. Nuestro amor es compartir también ese hueco.
Después de leer Cuando las mujeres fueron pájaros de Terry Tempest Williams, en donde la autora hace una reflexión muy potente sobre la voz de su madre después de haber recibido sus diarios en blanco como herencia, llegó a mí la pregunta de si no estaba siendo injusta. Que mi abuela no haya podido dejar un rastro concreto no significa que haya un vacío y que su voz no esté por ahí o por aquí diciéndonos algo. Creo, incluso, que dejar un rastro concreto es una cuestión de privilegios. No estoy segura de que mi abuela supiera leer o escribir, no estoy segura de qué pasó con sus pertenencias después de la muerte o si sus hijas e hijos pudieron cargar, además de la pesada pérdida, alguno de sus objetos preciados. Solo estoy segura de que mi mamá atravesó un recorrido por distintas casas en las que su orfandad pesaba tanto que nadie se atrevía a hacerse cargo. Mi mamá se construyó a sí misma unas alas para sobrevolar la pérdida. Las cosas de mi abuela no eran la prioridad cuando había que recorrer un camino largo y era necesario viajar ligera. Los diarios en blanco de la mamá de Terry podrían ser equivalentes al hueco en la mesa que dejó mi abuela. Un hueco al que de muchas formas mamá y yo le hemos dado sentido.
Y si mi linaje femenino tiene memoria, esa memoria se asoma por el hueco, florece en el hueco y camina dentro de él. El hueco es un refugio. El hueco es capaz de recibir mis palabras escritas y de ampliar la voz de mi abuela. Que yo no pueda escucharla ni leerla no significa que su voz no haya estado ahí y que no siga estando, que no siga colándose en los ojos de mi madre, en su sonrisa, en los pasos de mi hermana y hasta en mi escritura.
LA AUTORA

Andrea R. Calderón. Pensadora de la Casa Cáncer. Es ecofeminista y profesora de tiempo completo. Le gusta viajar, rodar en bicicleta y dibujar toda clase de hierbas. Los círculos de cuidado entre mujeres le han cambiado la vida. Cree firmemente que lo espiritual es político y que los rituales cotidianos ayudan a sanar viejas heridas. Participa en el club de lectura “La Jardinera” donde comparte con sus amigas lecturas de autoras de todo el mundo y una tacita de té. En su cama también duermen Baku y Ramona.
Una lectura muy profunda, conmovedora y tan relevante del alma, me parece maravillosa.
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