Habitar

Alejandra Escartin

Desde hace dos años comencé a reflexionar sobre los espacios y los modos en los que nos relacionamos con ellos. Quienes han seguido mi historia en los últimos tiempos (sobre todo mis amistades y familia) saben que han sido periodos de migraciones (de autoexilio, más específicamente). Saben también que en una de las últimas conversaciones que tuve en persona con mi padre, él me preguntaba: «¿por qué siempre estás intentando irte de México?». La verdad es que no lo sé. En aquel momento respondí: «porque aquí no puedo ser completamente yo». Estaba, creo, huyendo de una competencia que me había autoimpuesto por superar rápida y victoriosamente la ruptura de dos relaciones que mermaban mi tranquilidad. Por un lado, la que fuera mi mejor amiga durante muchos años no era ya la persona que yo había conocido y, hasta el día de hoy, no había sanado el luto por perderla. Por otro, la pareja que tuve me había intentado convencer de que era una mala (y violenta) mujer por responder con enojo ante su inercia. Entonces, la Ciudad de México —aunque ahora la eche de menos y desee volver a pisar su suelo— me asfixiaba en recuerdos y sitios compartidos con la Alejandra que fui y en la que ya no me reconocía. Probablemente ahora no respondería lo mismo a mi padre, pero ha sido precisamente la mudanza la que me ha dado otra perspectiva.

Es verdad que desde que dejé mi país natal me siento, de alguna manera, más libre, más yo. Fueron quizá los días eternos de desolación, las noches de soledad o las semanas inmensas de amistad y cariño las que me transformaron. Cuando Madrid se convirtió en mi nueva ciudadhogar llegué a habitar un piso. Un piso (porque ahora creo que hablo madrileño y no digo, entonces, departamento) ubicado en la calle de Delicias, bajo el número 83, que se volvió mi casarefugio por poco más de un año.

Aquel inaugural ocho de noviembre (un día después del cumpleaños del papá y el día del cumpleaños de Lu) en el que llegué a España, comenzó a forjarse una duda que hasta ahora me ha acompañado todos los días, una pregunta que ronda mi mente en forma de sanación, a veces tortura, pero mayormente para reconfortarme: ¿cómo habito el espacio que es mi casa?

Me sumergí, gracias a mis amigas (también José, porque, aunque utilice pronombres masculinos, la considero mi señora adorada y él lo hace igual) en textos sobre el cariño y el cuidado y caí en que el tiempo y la atención que ofrecía a espacios como la cocina, el salón, mi habitación… reflejaban en cierta medida lo que me daba a mí. Cuidar mi espacio se volvió casi rutina: fregar frenéticamente para purificarme, limpiar con precisión para eludir la idea fija del miedo al fracaso, pero también —y más importante—compartir la comida se convirtió en necesidad. Recuerdo esta escena que se repite en mi cabeza y me da paz: Javi asando patatas (rebosantes en especias); yo, fregando los platos y ambas maldiciendo a ese tonto que no supo valorarlo mientras nos saboreamos el festín que cenaremos viendo una película, o una ópera (si digo la verdad). Ese hogar que dejé atrás se mudó también conmigo porque, aunque los muros con gotelé de Delicias 83 ya no nos cobijan, la amistad y el amor que conocí ahí me los llevé conmigo al nuevo apartamento (que no piso porque a veces también hablo chilango o juarense, dependiendo de la hora del día).

Este interludio ha sido para contextualizar lo que realmente quiero contar. Me mudé a un piso más pequeño que el anterior. Queda al nivel de la calle y una de sus ventanas da a una zona de juegos en la que todas las tardes se agrupan niños y niñas a mecerse en los columpios, gritan y corren y lloran… y les escucho con añoranza porque me recuerdan cuánto amé ser niña. En la cocina hay un rinconcito que se ha convertido en mío porque ha sido testigo de diferentes proyectos manuales desde que vivo aquí. Los más evidentes son los platillos que preparo para comer (sin Javi, pero con cayena, que es la especia que él me heredó para cocinar): el cuchillo afilado que parte la patata, la calabaza, el tomate, los sabores de España y mi América, la mezcla, siempre la mezcla.  El pan de muerto que amasé durante horas, pero que luego no serví a mis invitados porque utilicé la levadura incorrecta y nunca infló como debería; la piñata de las posadas que cubrí en engrudo (esa mezcla de harina y agua —y otra vez me vuelvo a dar cuenta de que el pan es verbo y de que la palabra es el origen del mundo—). Ese rinconcito es una parte de la encimera de nuestra cocina. Para nada sorprendente que el nuevo sitio que atesoro sea calientito y almacene nuestra comida. 

Hoy escribo brevemente sobre ese fragmento de encimera a manera de homenaje porque, a pocos meses de convivir con ella, es mía ya y yo le soy fiel. Podría cortar vegetales en la mesa plegable, podría desayunar en el salón-comedor, podría reflexionar en el suelo de mi habitación, pero no. Yo, como si de poesía se tratara, como si la misma canción cantara; yo elijo todos los días habitar la cocina.


LA AUTORA

Alejandra Escartin_ fotoAlejandra Escartin (Ciudad de México, 1994). Es Licenciada en Lengua y Literaturas Hispánicas por la Universidad Nacional Autónoma de México y Maestra en Investigación de Medios de Comunicación por la Universidad Carlos 3 de Madrid. Ha sido asistente de investigación en el Instituto de Investigaciones Filológicas y el Instituto de Investigaciones Bibliográficas en proyectos sobre la configuración de los géneros literarios en la prensa y la literatura mexicana decimonónica. Se ha especializado en el estudio del periodismo cultural hecho por mujeres gracias a una beca de postgrado en el extranjero para estudios culturales otorgada por el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes y el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología. Ha sido profesora de idiomas en París como parte de un programa de intercambio entre la Secretaría de Educación Pública y el Centro Internacional de Estudios Pedagógicos. También ha ejercido como periodista para el diario mexicano Excélsior y ha trabajado como editora para casas de publicaciones como Santillana y Corda. Actualmente reside en Madrid donde realiza su investigación doctoral en la Universidad Complutense de Madrid sobre las transferencias culturales de España a México en el periodismo de moda.

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