Itzel Espinosa Fuentes
Una de las historias que más disfruta contarnos mi madre es aquella en que, durante sus primeros días de recién casada, su suegra se sorprendió al notar que sabía barrer, trapear, cocinar, lavar ropa y plancharla. «Pero si estás tan chiquita», dijo mi abuela, incrédula ante la situación. En esa época mamá tenía apenas dieciséis años y esperaba a su primera hija (yo), así que era de suponerse que no estuviera tan experimentada en las tareas que comúnmente se asocian a las mujeres y el cuidado de una casa. Mi madre platica con orgullo que desde muy pequeña había aprendido a realizar tan bien esa serie de labores domésticas que incluso le enseñó a la abuela a mejorar sus técnicas, como si eso la pusiera un peldaño más cerca de alcanzar el severo ideal de esposa perfecta. Tal pareciera que ella siempre había estado lista para hacerse cargo de un hogar, un esposo y una bebé. Desde que se casó con mi padre, ha dedicado su vida a mí, a mis hermanas, a nuestra familia.
Estoy segura de que la mayoría de las mujeres, especialmente las de clase media y baja, aprendemos desde temprana edad a cuidar, por ejemplo, a los menores de la familia, y a realizar quehaceres básicos. La duda es: por qué mi abuela paterna estaba tan maravillada con su primera nuera. Quizá tenga que ver con que ella precisamente había evitado a toda costa educar a sus dos hijas para asumir el rol de cuidadoras. Alguna vez la escuché decir que no había dejado a mis tías lavar los trastes o barrer el piso hasta cierta edad porque no quería que fueran amas de casa. Detrás de esta lógica se encontraba el anhelo de mi abuela de una vida diferente para sus hijas, una que no implicara la carga excesiva de labores y afectos que, bien sabía, se nos otorga por obligación, por amor, por instinto, «porque ustedes lo hacen mejor» (y cómo no, si se nos impone desde antes de nacer). Una vida que quizá soñaba para ella misma, y que no pudo tener.
Crecí recibiendo estas dos perspectivas: la de mi madre, a quien desde el primer día le llena de satisfacción encargarse de los otros, y la de mi abuela, a quien el cuidado le parecía un obstáculo que no deseaba heredar a nadie. Por años sentí que debía elegir entre esa dicotomía. ¿Quién quería ser yo? La que vive atada a los demás, preocupándose siempre porque esté la comida hecha, los platos limpios, los hijos sanos, el marido satisfecho, y encontrar su felicidad o frustración en eso, o la que vive de otra forma, la que estudia, la que ejerce una profesión, la que no existe (supuestamente) en función de nadie, sino para ella misma.
Me costó un tiempo entender que la decisión de mi mamá de dedicarse al cuidado de los demás tenía una dimensión política, porque su trabajo diario es el que sostiene –sin retribución alguna‒ a esta sociedad capitalista, y que la idea de mi abuela de que el cuidado de los demás te esclaviza está basada, en parte, en el hecho de que no hay un Estado que te respalde para poder consumar tus otros deseos. A pesar de que mi madre disfruta lo que hace, sé que hay días en que el cansancio la mata y nos odia a todos. Aunque mi abuela está agotada, sé que también ha puesto mucho amor y paciencia en su labor. Hoy entiendo que esa aparente dicotomía es más compleja de lo que pensaba; entonces me pregunto cómo ser una mujer que se ocupa de sí y de lo que le rodea sin dejar de sentir que es libre, que se pertenece, que es alguien. Más aún, qué implica ser libre, ser una misma. Sin embargo, me queda claro que quiero cuidar de mí, de mi cuerpo, del lugar que habito y de aquellos que amo porque en todo eso también hay un espacio para pensar(me).
LA AUTORA
Itzel Espinosa Fuentes. Nací el 1 de diciembre de 1995 en uno de los márgenes de la Ciudad de México y viajé cuatro horas diarias durante años para estudiar Letras Hispánicas en la FFyL, UNAM. Bailo, escribo y amo a mi mascota Mila.
Hermoso
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