Rossime León
Tenía catorce años cuando mi mamá dejó de lavar mi ropa, se enteró de que tenía novio y por una relación causa-consecuencia que aún me parece misteriosa, me anunció: “A partir de hoy vas a lavar tu propia ropa y a cocinarte los fines de semana”. Esa declaración fue mi expulsión del paraíso; comprendí a Eva, que, incauta, su pecado fue probar lo que estaba a su alcance, lo natural. Contranatural habría sido no morder la manzana, no crecer, no experimentar la ebullición en la panza que se descubre con el primer amor y que conforme estiras los límites hierve más abajo.
Mi madre me había visto besándome con él en el rodete del árbol afuera de la escuela, donde todo lo que vale la pena recordar de la secundaria sucedía. Gritó mi nombre con una voz gruesa, casi masculina, supongo para emular la voz del patriarca que había faltado en casa. Me subí al auto aterrada, expectante del castigo que obtendría tras sucumbir al pecado original: el placer. Para mi confusión, solo obtuve mis nuevas labores domésticas y a partir de entonces, irremediablemente, la relación entre mi expresión sexual y lo doméstico han entretejido en mí una madeja de conflicto ¿Es el trabajo doméstico la represión patriarcal del deseo femenino? ¿Un castigo por atrevernos a ser sujetas deseantes y desestabilizar nuestro rol de objetos de deseo?
He pensado mucho en mis inicios en el trabajo doméstico, lo he percibido desde entonces con vergüenza, como algo que una se gana tras romper con las normas que recién se descubrían. Desarrollé cierta fobia a lavar la ropa, que hasta la fecha me persigue; desde los catorce, montañas de ropa se apilan en mi recámara, toman formas monstruosas por las noches para atormentar mi mirada miope y con el día vuelven a ser solo tela arrugada que me juzga implacable.
Estoy aprendiendo a no temerle a lavar a tiempo antes de que sea hora de usar la parte de abajo de un bikini por calzón. A que la ropa no me reclame su suciedad, a que me abrace oliendo a Suavitel, limpia como limpia estaba yo de culpas a los catorce años. Estoy aprendiendo a cocinar por amor, a entregarme a la alquimia de transformar la despensa en platillos que me nutran a mí y a aquellos con quien desee compartir(me).
Quiero desligar el trabajo doméstico del castigo y hacerlo por voluntad, consciente de la labor que implica y saber que lo hago porque así lo deseo o porque será remunerado de formas, quizá no económicas, pero sí anímicas para los que habitamos un mismo espacio. Significar tan profundo la cocina y la limpieza me hicieron una terrible ama de mi propia casa, la física, y, recién caigo en cuenta, la simbólica. Quiero cocinar para mí no porque sea mi castigo por ser una mujer sexual sino por nutrirme de todas las formas posibles.
Ahora que comparto mi hogar con un hombre, me he encontrado con algunas encrucijadas. Inicié la convivencia resistiéndome a las labores domésticas. Me aterraba volverme su “sirvienta” y fui sumamente negligente incluso en los aspectos más básicos de la limpieza. Probablemente habríamos vivido en un “chiquero” si el hombre con el que me arrejunté no hubiera resultado un Virgo cuidadoso que no permitiría que la casa se fuera a pique, que la mantenía limpia y me mantenía bien alimentada. Claro, entrada la convivencia aparecieron los inconvenientes de que la responsabilidad doméstica cayera en sus hombros. Empezó a significar un problema para nuestra relación y pronto recibí el conocido reclamo: “no me ayudas lo suficiente y no es justo”. Me tomó por sorpresa el giro de los hechos y la inversión atípica de los papeles. Tenía tan metido en las entrañas el temor a las responsabilidades que acarrean los hombres que acabé por obligarlo a desempeñar el papel que encontraba tan cruel e injusto. Lo vi con claridad poco después. Oh, ¡si tan solo los hombres negligentes lo entendieran con la facilidad de una mujer que de forma sutil aún tiene introyectado el mandato del hogar!
El cuidado doméstico es una manifestación de afecto, a uno mismo en primer lugar, y si así se decide, al otro. De afecto, mas no de sacrificio; y definitivamente no es un castigo, es la maravillosa autonomía de mantenernos vivos.
En esta temporada de confinamiento me he reencontrado con las labores domésticas, he disfrutado de cocinar mis platillos favoritos de la infancia, para apapacharme y abrirle mi mundo infantil a otro. He abrazado el goce de tirarme en el sillón a descansar con la satisfacción del aroma a pino que aún se seca en los azulejos de la sala. Comienzo a entender la riqueza de la casa y la cocina, de por qué ha sido el reino más poderoso pero silencioso del mundo, espacio de resistencia y transformación, que nunca más debe darse por sentado. Es la expresión pura de ser gobernante de uno mismo. Quizá lo que mi madre quería era cerciorarse de hacerme capaz de sostenerme a misma en lo más elemental, que supiera del trabajo que implica antes de que me lanzara a hacerlo por un hombre.
Hice las paces con mi madre, con el recuerdo de las dos en el auto, en tenso silencio tras el anuncio. También con el monstruo de ropa sucia que acordó mantenerse al margen, apenas una prenda o dos en el suelo para llevar una vida discreta. Me gustaría decirle a mi yo de catorce años que el cuidado que decida dedicar sea siempre un acto de afecto o un intercambio justo, pero no sea nunca más una represión; y que la lucha porque sea así para todas las demás deberá ser incansable.
LA AUTORA
Rossime León es una orgullosa muchacha fundadora del círculo de lectura “Muchachas que leen Muchachas”. Gestora cultural de profesión. Ha trabajado siempre en editoriales, como Libros del Zorro Rojo y Ediciones Tecolote. Los libros le apasionan: leerlos, editarlos, venderlos, olfatearlos y recientemente, quizá escribirlos. Piscis inquieta que disfruta ser alumna de talleres de escritura, tarot e idiomas.